Los mineros creen en Dios. La historia del hombre de Copiapó

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El señor X es minero. Lleva toda su vida viajando al centro de la tierra en un pequeño balde en el que no puede bajar más de una persona. Se pasa todo el día solo en la montaña desnuda acompañado solamente por los perros. Sus ladridos le ponen sobre aviso. Sale con el casco puesto.

-Buenos días, señorita.

-Buenos días.

Le explico que vengo visitando las minas abandonadas, y el señor X me pone cara de pocos amigos.

-Aquí no hay minas abandonadas, señorita.

-Bueno, algunas sí. Hemos visto una del siglo XIX, que…

-Por aquí no hay ninguna abandonada, señorita. ¿Es usted española?

-Sí.

-Aquí no queremos nada con los españoles. Vienen con grandes empresas y se quedan con el agua, la luz, el teléfono. Sólo quieren la plata.

-Entiendo. Bueno, yo sólo quería información…

-Yo tengo muchas historias que podría contar, pero no tengo tiempo. Además, los periodistas le ponen a uno esquivo. Vienen, te hacen fotos y no piden ni permiso. Desde la tragedia de los 33 han venido unos cuantos.

(Yo no le he dicho que soy periodista, pero como por aquí no pasa nadie, él hace sus suposiciones. Marc se acerca. Le prometo que no le haré fotos. Tampoco le pido el nombre).

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El señor X trabaja para una empresa que lo ha contratado para explotar esta mina. Un poco más arriba tiene a otro compañero, y entre los dos le van arrebatando a la tierra sus riquezas: oro, plata y cobre. Está casi siempre incomunicado, pero cada quince días puede ver a su familia, que está en Copiapó, a unos 100 kilómetros. Para hablar con ellos tiene que subir a un cerro que hay en las cercanías, y pelearse con la chica imaginaria que le sale al teléfono, que le dice, invariablemente, o que no hay cobertura, o que ponga más plata.

A unos 100 metros de profundidad, el señor X tiene agua. Lo malo es que es muy dura, y no le sirve ni para beber ni para cocinar. Pero puede regar con ella sus plantitas, un pequeño jardín que ha plantado en medio del desierto. “Es para que den un poco de vida, porque un lugar sin plantas es como un hogar sin niños”.

-¿Hay muchos mineros por aquí?

-No. Están matando a los mineros. Ya no les dejan trabajar. Seguridad de Minas no nos deja excavar y que nos ganemos la vida. Dicen que es peligroso. ¡Pero mucha más gente se mata en las carreteras!

El señor X no tenía tiempo, pero al final nos dedica más de media hora.

-Perdonen por lo de antes.

-¡No hay por qué!

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Cuando ya nos estamos dando la mano para irnos, el señor X baja la voz y nos pregunta:

-Y si yo les dijera que he visto al diablo, ¿me creerían?

-Sí… ¿Lo vio?

-Eso me pareció. Regresaba con el compañero caminando al pueblo. Era noche cerrada. Fue un momento, y luego desapareció. Ninguno de los dos dijo nada, pero cuando llegamos a Inca de Oro reunimos el valor. “¿Lo viste?”, dijo mi amigo. “Lo vi”, dije yo.

El señor X dice que fue la única vez que sintió miedo. Está acostumbrado a meterse en la panza de la tierra, él solo con sus herramientas. Allá dentro, donde la oscuridad es total, puede escuchar las detonaciones de las minas vecinas. Su pequeño agujero retumba, pero él no siente miedo. Sólo aquella vez que le pareció ver al diablo cerca de Inca de Oro. Y si el diablo existe, también existe Dios.

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Inca de Oro. El pueblo minero que no sale en los mapas

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Bzzz…Bzzz… El teléfono móvil nos avisa de que tenemos un e-mail. Lo estábamos esperando. Es Claudio, el administrador de la Kasa del Río, nuestro hogar mientras estuvimos en San Pedro de Atacama. Como la policía de la aduana no nos deja sacar el coche de Chile, no podemos regresar a Santiago por Argentina, que era lo que pretendíamos. Pero Claudio prometió enviarnos las indicaciones para que no tuviéramos que repetir la misma ruta a la inversa. Nos dijo que conocía un lugar por el que ni los chilenos pasan: “Si quieren hacer una ruta diferente, vayan al sur por la pequeña carretera de Diego de Almagro. Por allí pasó el descubridor de Chile, y hoy día, 500 años después, la zona sigue estando muy poco intervenida. Les esperan seis horas de viaje. No hay poblamiento alguno en 300 kilómetros”. Y aquí estamos.

***
Inca de Oro no sale ni en los mapas. Se respira decadencia. El 70 por ciento de las casas parecen abandonadas. Los perros se revuelcan en la arena de las calles o buscan un rincón y se amodorran, hasta que llegue algún extraño al que ladrar. En otro tiempo fue un pueblo rico gracias a las minas de la zona, que sacaban de las entrañas de la tierra oro, plata, cobre, molibdeno. Tanto oro había, que los primeros pobladores decidieron que el preciado metal debía salir en el nombre del topónimo.

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Ahora ya no hay mineros. El pueblo -600 habitantes- se divide en dos sectores: los que viven del tráfico que trae la carretera y los que no. Aunque llevan una vida sobria y sencilla, no les faltan servicios: dos restaurantes, un kiosko de bocadillos y bebidas, un pequeño minimarket, un museo, una escuela, los carabineros, el cuerpo de bombero -así, en singular-, la guardería, el hombre que vende minerales, el hombre que recarga baterías.

Cuando cae el sol, lo niños pasean en bicicleta y los hombres se sientan al fresco con una cerveza en la mano. De vez en cuando, grupos de moteros se paran delante del kiosko para pedir un completo. Sólo de vez en cuando, alguien de paso. Turistas, casi nunca. Claudio suele venir por aquí a buscar minerales, por eso aquí se le conoce como “el señor de las piedras”.

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Paseando por el pueblo -que consta de unas pocas calles-, se ven las típicas casas de la época gloriosa de la minería, que tienen más de cien años y se caen a pedazos. Son del tiempo en que todo se pagaba con una pepita de oro. De eso se acuerda bien Alejandro, el representante del alcalde en el pueblo, que además es superintendente del cuerpo de bomberos. Hijo de minero, dice sentirse orgulloso de sus raíces. “Éramos pobres, pero no nos faltaba de nada”, recuerda. Se ofrece a llevarnos a las minas abandonadas. Nos presenta a la secretaria del Ayuntamiento. Nos da las gracias por escuchar su historia, porque ahora que lo piensa, nunca la contó.

Damos una última vuelta antes de meternos en la cama y así conocemos la plaza. Por las voces creemos que hay una multitud, pero sólo son predicadores. ¿Testigos de Jehová? No lo sabemos. Pero gritan que hay que seguir a Jesucristo, que lo cura todo. “¡El señor es el mejor médico! ¡Hasta el cáncer cura! ¡Alabemos a Dios!» Hay cuatro predicadores subidos a un atril que se turnan para elaborar el sermón, pero sólo dos mujeres como público, que repiten las letanías moviendo levemente los labios. Nos vamos a la cabaña, a dormir junto a los trabajadores que han hecho una parada en el camino, y no nos olvidamos de las palabras de Alejandro:
-Mañana visiten las minas. Quizá puedan hablar con algún minero.
-Quizá. Veremos…

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El salar de Atacama: la ceguera blanca

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-¿Seguro que esto es el salar?-pregunto a Marc con escepticismo. Él me mira y se ríe.
-No hay ningún tipo de duda, chiqui.
Yo miro con desconfianza a mi alrededor. No hay mucho que ver, aparte de una vasta extensión de tierra muerta hasta la línea del horizonte y las montañas. Podría ser un paisaje lunar. Podría rodarse aquí cualquier película sobre otros mundos. Entorno los ojos: me ciegan los rayos de este sol del desierto reflejándose en el blanco nuclear. Aquí la ceguera es blanca, tal y como se la imaginó Saramago. Blanca y sosa, como sin sal.

Hemos conducido durante una hora y media o más desde San Pedro de Atacama para no marcharnos sin ver el salar, pero el camino hasta aquí siempre deja un margen para la duda: ¿por qué no nos hemos cruzado con ningún coche ni ningún tour de turistas? ¿Por qué no vemos aún la superficie blanca? ¿Por qué no hay carteles indicativos?

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En la oficina de información de San Pedro, un joven indígena nos dio un mapa de la zona: una triste fotocopia de un sencillo trazado con unos cuantos puntos negros: las lagunas, los volcanes, dos o tres salares, las ruinas de ciudades prehispánicas. Doblé el folio cuidadosamente y confié, una vez más, en el sentido de la orientación de Marc, que al final siempre nos acaba trayendo a casa.

Cuando vimos que la pista llena de baches nos adentraba en una llanura blancuzca, sin vegetación alguna, dedujimos que habíamos llegado a nuestro destino. Sin embargo, no había sitio para detenernos. El camino nos hacía pasar por el centro del salar de Atacama, y nosotros mirábamos a derecha e izquierda, esperando ver algún ensanchamiento de la pista para hacer una foto; algún rótulo o alma humana que nos regalase alguna explicación. Finalmente, nos dimos por vencidos. Paramos en mitad de la pobre carretera, bajo los únicos carteles que había en kilometros a la redonda, que sólo decían: “peligro de hundimiento”. Esta advertencia no era baladí: el salar esconde bajo su superficie una gran laguna. De vez en cuando, cuando la naturaleza lo decide, la superficie blanca rocosa se abre y el agua sale a flote, formando lagunillas saladas que atrae a las aves del lugar. Por la mañana habíamos estado en dos de ellas: la Laguna Cejar y la Laguna Piedra, donde pusimos a prueba las leyes de la física: sí, en ellas, como en el Mar Muerto, se puede flotar.

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Nuestro recorrido termina en una barrera: “Peligro, no pasar”. Hemos llegado a la central donde se separan las sales minerales que luego se mezclan con agua y se bombean hasta Antofagasta, en la costa. Un negocio fácil si no fuera por un pequeño detalle: ¿de dónde sacar el agua en un desierto? El resultado es un subsuelo empobrecido que ha puesto en pie de guerra a los indígenas atacameños, que están teniendo que renunciar a ciertos cultivos por no poder regar. Esta será una batalla más que tendrán que librar, de nuevo, contra el progreso. No sé si saben que casi nadie la consigue ganar.

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El pueblo atacameño: la historia que truncaron los españoles en Pukara de Quitor

ruinas-pukara-quitor-san-pedro-atacama  Corría el año 1536. En la zona de San Pedro de Atacama ya habían llegado noticias de que un ejército llegado del otro lado del mar había conquistado el poderoso imperio inca. En la ciudad fortaleza de Pukara de Quitor, los señores de Atacama se reunían, nerviosos, con el consejo de sabios. Trazaban planes, tomaban decisiones, se preparaban para la guerra. Habían jurado defender a sus familias y sus bienes de los conquistadores españoles, que sabían que venían para llevárselo todo. Los presumían ávidos de oro, pero lo cierto es que también aprovecharían para el avituallamiento, y esto los dejarían sin cultivos ni animales. Un día, uno de los guerreros indios dio la voz de alarma desde una de las terrazas: se acercaban los europeos. Eran Diego de Almagro y sus hombres. Los indios vencieron, derrotando a los cien lanceros españoles montados a caballo, que no pasaron el muro defensivo. Aquella noche, lo señores de Atacama celebraron su primera victoria. Hubo otras batallas, otras victorias. Un cronista de la época narra: «Los indios de Atacama han estado hasta ahora medio de paz medio de guerra. Son muy belicosos».

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Los atacameños, los primeros pobladores del desierto de Atacama, el pueblo con 10.000 años de historia que había conseguido domesticar esta tierra estéril y vivir de la agricultura y la ganadería, se resistió a la dominación española durante 20 años. El año 1540 trajo consigo un conflicto especialmente sangriento. Francisco de Aguirre se dirigió a Pukara de Quitor, resuelto a ganar la batalla para la honra y la patria. Con ayuda de los indios yanacomas -esclavos incas- logró conquistar la ciudad. Fueron muchos los caciques atacameños y soldados degollados, y sus cabezas fueron expuestas para disuadir a los subversivos restantes. Actualmente, ascendiendo por el sendero de las ruinas que quedan de Pukara de Quitor, pueden verse los rostros esculpidos en piedra de los antiguos señores. Junto a las cabezas, un altar cristiano para oficiar misa con vistas a todo el valle, como una ironía de su pobre destino: la asimilación cultural. Gradualmente, se acabó su historia. Primero, los atacameños intentaron mantener vivas sus creencias: el culto a la pachamama y el entierro de sus muertos en posición fetal, con objetos que les podrían servir en el más allá. Su lengua, el kunza, quedó reducida a cánticos ceremoniales, y finalmente, abrazaron la religión católica, esperando que el dios europeo los salvase. Pero, como dice un cartel en la cima de la montaña, «el atacameño es aquel que al llegar a este lugar exclama: Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»

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El desierto más árido del mundo. San Pedro de Atacama y Valle de la Luna

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“Qué te gustan los desiertos, hija…”, me dice mi madre. Pues la verdad es que sí. Me siento bien en ellos, me ayudan a desconectar. Logran maravillarme y que sienta que esta vez la naturaleza gana la partida, que la mano del hombre no la puede doblegar. Cuando me enteré de que el desierto de Atacama era el más árido del mundo, supe que debíamos conocerlo. Así que giramos hacia Calama, el motor de la riqueza de Chile con sus minas de cobre. Son las que han salvado al país tras el fiasco de la sal.

Dejando atrás la vorágine de esta industria, kilómetros y kilómetros en los que parece que no queda montaña por perforar, se llega a San Pedro de Atacama, donde por fin encontramos el silencio y la paz. Aquí, a más de 2.400 metros sobre el nivel del mar, sabemos que nuestro viaje pone la pausa, así que nos dejamos mecer por el aire caliente, remojándonos los labios, que están resecos, antes que la noche ponga los termómetros en negativo y tenga que dormir con las rodillas contra mi pecho, que todo puede ser. Mientras el tiempo va, pasito a pasito, pasando, la mañana nos acomapaña envueltos entre muretes de adobe y árboles chañares, porque San Pedro es un pueblito hecho de cañas y barro, como seguramente se hizo mi querido Macondo, aunque a los atacameños les costaría un enorme esfuerzo imaginarse el Caribe y el mar.

***

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El pueblo atacameño ama esta tierra porque es la de sus ancestros. Tienen una lengua muerta, la que hablaron sus antepasados indígenas, y veneran los paisajes espectaculares que les ha regalado este trozo de desierto, que ellos creen que desprenden una energía especial. Uno de esos mágicos lugares es el Valle de la Luna, al que nos dirigimos ahora con ropa de abrigo, agua y un libro para leer mientras esperamos que el sol se ponga tras los volcanes. Es verdad lo que cuentan: el desierto blanquinoso que nos acompaña hasta la cima luego se tiñe de rosa sin pudor.

De regreso a San Pedro de Atacama tenemos que encender la linterna para hallar el camino. Vamos levantando la arena polvorienta de estas calles de otro siglo, con cuidado para no caer en alguna de las acequias con las que los lugareños riegan precariamente. El agua es un bien escaso. Cuando llegamos al pequeño riachuelo marrón que nos separa de nuestro albergue, La Kasa del Río, me preparo para volver a cruzar el frágil puentecillo de flojas tablas. San Pedro se ha quedado mudo y a oscuras, pero sólo son las siete. Ahora el recuerdo de Macondo se desvanece a favor del de Comala, ese pueblo que recrea Juan Rulfo para dotarlo de silencio y de fantasmas.

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La librería móvil de Jorge Pineda: un oficio singular en Chile

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-¿A dónde vamos, Pa?
-¡Adonde nos lleve el viento!
Parece una utopía, pero no lo es. Jorge Pineda -y su hijo, con mismo nombre, y que gustoso herederá este oficio singular- se dedica a vender libros por los pueblos a lo largo y a lo ancho de Chile. Su librería móvil ha recorrido ciudades importantes y otras más humildes, como Vallenar, aún en el Norte Chico, donde estamos ahora. Cada vez que pasan por un lugar escriben su nombre en la vieja camioneta: en el capó, el maletero, por toda la carrocería; como en una suerte de frugal diario de viaje, que sin embargo les permite atesorar un montón de recuerdos.

Ahora están en la plaza del pueblo, donde llevan dos meses, todo un récord para su periplo, porque nunca están más de un mes en una localidad. “¿Y da para vivir?”, pregunta Marc, haciendo ya sus cábalas. “¡Por supuesto!”, exclama el hijo Jorge. “Ten en cuenta que nosotros vamos a buscar a nuestro público, no son ellos los que tienen que venir. Hay pueblitos que no tienen librería, y allá vamos nosotros a llevarle sus libros queridos”. A todo esto se acerca una señora.
-¿Tienes El alquimista?
-No, no me ha llegado… De Paulo Coelho, ¿sí?
-Ya, ya…, ¡chao!

Jorge nos enseñó su librería, de la que está especialmente orgulloso por ser única en Sudamérica. Entra adentro y saca un libro titulado 21 sueños, un delicioso recopilatorio de los oficios más originales de Chile. «Sale mi padre», nos comenta. Es verdad. Así le ponemos cara al alma mater del negocio, que a esta hora estará probando una buena cazuela de vacuno y un pollo con ensalada en el restaurante Capri (nosotros haremos lo mismo en un instante). Junto a su foto curioseamos las historias de otros valientes: la anciana que navega con su barquito por los gélidos mares de la Patagonia chilena y vende luego lo pescado; o el heladero del desierto, un hombre que con esta idea tan loca y sencilla le ha pagado la carrera a todos sus hijos.

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Carretera Panamericana: una ruta para conocer Chile de norte a sur

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Algunas carreteras justifican por sí mismas un viaje. Es el caso de la ruta 66 en Estados Unidos, la Highway 1 que recorre Californiaruta del Big Sur-, de la ruta 40 en Argentina o la carretera Austral en Chile. Son grandes obras de ingeniería para tomárselas con calma y sumergirse en el paisaje, que suele ser cambiante y bendecido por una naturaleza salvaje o caprichosa. La carretera Panamericana es una de ellas. Podrías conocer Chile de norte a sur. Podrías comenzar a recorrerla en Alaska y terminar casi en la Patagonia chilena. Podrías conducir a lo largo de miles de kilómetros y atravesar América entera: la del norte, la central y la del sur. Podrías visitar tantos países y tan variopintos que se merecerían estar en continentes diferentes.  Podrías, sin dejar de conducir, seguir la línea de grandes cordilleras como los Andes, guiarte por el sonido de las olas en los tramos en que la ruta pasa por la costa; atravesar desiertos, selvas y campos fértiles, padecer el calor o el frío de los hielos.

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Estamos conduciendo hacia las estrellas. Dicen que en el Norte Chico de Chile se encuentran los mejores cielos para verlas. Saliendo de Santiago, la Panamericana es una carretera moderna que discurre entre dos hileras de montañas. Tan moderna, que a veces te estropea el paisaje con algún que otro peaje que hay que pagar. A tu lado pasan cactus veloces y un terreno yermo donde no hallas ningún punto donde merezca la pena detenerse. De vez en cuando, sólo de vez en cuando, algún pobre bosque de eucaliptos y un horizonte limpio sin movimiento. Algún parque de molinos de viento que bracean sin ganas. A veces, la costa: playas extensas y vacías con olas mansas.

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El día va discurriendo sobre nosotros y nos regala toda su paleta de colores. Vemos a las montañas cálidas tornarse grises, azules o moradas, hasta que ya todo lo que nos rodea es negro, como el pensamiento que nos inunda mientras dejamos atrás tantos altarcitos desperdigados por el camino, el recuerdo de los chilenos que se dejaron la vida en la carretera, que ellos llaman animitas. Era noche cerrada cuando llegamos a La Serena. No hay nada que hacer. Los lugareños se divierten en el centro del pueblo con un humilde concurso de belleza. Nuestra casera, Aymara, no tiene muchas ganas de hablar. Es vieja y amable, pero reservada. Nos comenta que si no volvemos a las diez de la noche, la puerta estará cerrada. Así que nos acostamos, obedientes, haciendo el mismo horario que la abuela, y dormimos profundamente en dos estrechas camitas hasta que el gallo decide que ya es mañana. Cuando los perros callejeros -todos afectados por la sarna- comienzan a ladrar, me atrevo a preguntar en voz alta: “¿Duermes?”

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¿A dónde van los desaparecidos? El Museo de la Memoria de Santiago de Chile

“El hombre es el único animal que es capaz de torturar”. Eso dice un joven guía seguido por un grupo de chilenos que escuchan mudos las explicaciones. El Museo de la Memoria de Santiago de Chile es un moderno edificio de tres plantas que acoge exposiciones temporales, vídeos, documentos sonoros, cartas, dibujos e incluso artesanía relacionada con el golpe de Estado de Pinochet, la dictadura, el exilio y las desapariciones de presos políticos acaecidas en Chile desde 1973. Me acuerdo de Rolando, un chileno que entrevisté hace unos meses con motivo de un reportaje que elaboraba sobre los comedores sociales. Allí, en una residencia de ancianos de Arenys (Barcelona), Rolando estuvo muy contento de explicarme su historia, que comenzaba precisamente aquí, en los años de las persecuciones políticas de los que no eran afines al régimen. Consiguió un pasaje para dejar su país. Acabó en España buscándose la vida: durmiendo en la playa, trabajando de mecánico en Mataró, enamorándose, desenamorándose, sonriéndole a la vida, aunque de vez en cuando se queje de la soledad.museo-memoria-santiago-chile

«¿A dónde van los desaparecidos?», cantaba Maná en su tema Desapariciones, versionando a Rubén Blades. Yo creo que la memoria nos hace fuertes. No obstante intuyo que muchos deben de pasar de largo de este interesante museo, que sin embargo no se ceba en el dolor, el sufrimiento, los fusilamientos. Claro que lo explica, pero de forma responsable. Más bien tuve la sensación de que era una deuda saldada, una especie de terapia de las víctimas. Hay testimonios sonoros de presos que sobrevivieron a las torturas, de niños que perdieron a sus familiares que andan quién sabe dónde, de mensajes que enviaban los encarcelados escritos donde podían, aunque fuera la suela de un zapato. Pero sus voces suenan tranquilas, sin odio, felices de poder contarlo. Sólo la voz del presidente Salvador Allende me hizo estremecer: “Yo no voy a renunciar. Pagaré con mi vida la confianza del pueblo”. Mientras, la radio controlada por los militares avisaba a la población de que “los detenidos serán fusilados en el acto”.

Porque tenemos memoria aprendemos. Y porque la tenemos somos capaces de amar y padecer. Quizás por ello Chile está plagado de memoriales de toda clase en recuerdo de las víctimas: memoriales de los médicos desaparecidos, de los periodistas y estudiantes, de los ferroviarios, de las mujeres. Cada gremio o colectivo ha eregido el suyo.

Los cementerios de Santiago de Chile son también otro homenaje a la memoria. En la capital, Marc y yo teníamos que cumplir una promesa. Por eso nos despedimos de la ciudad en el Parque del Recuerdo, donde una muy buena amiga en España tiene enterrado a un ser querido. Fuimos a llevarle flores. Al final de la mañana, decidimos por fin nuestra ruta: conducir por la carretera Panamericana hacia el norte, hacia el desierto, hacia las estrellas.

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¿Hablan los chilenos de la dictadura de Pinochet?

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No puedo dormir con el jetlag, menuda novedad. Estoy dando vueltas en la cama en mi primera noche en Chile y sólo pienso a través de imágenes inconexas. Se me aparece un Pablo Neruda enamorado; repaso mentalmente algunas escenas de La casa de los espíritus; pienso en los chilenos que han sido ya capaces de pasar página. He visto a un Chile recuperado, aunque las víctimas no olviden; un Chile valiente que es capaz de hablar de la dictadura de Pinochet con extranjeros; un Chile que ha sido capaz de llamar las cosas por su nombre y que se siente orgulloso de poder gritarle al mundo: esto es lo que hemos vivido, señores.

Lo primero que vimos de Chile fueron los dientes nevados de los Andes. Desde el avión, los picos impresionantes de la cordillera desfilaron ante nuestros ojos cansados durante minutos. Lagos helados y agujas afiladas se sucedían como un océano encrespado o el lecho de un faquir. Mi madre, antes de salir, se había quejado de que tuviera que sobrevolar las montañas: “mira lo que les pasó a aquellos pobres jugadores de rugby que se estrellaron allí”, me dijo. Resulta muy confortante acordarse de ello a diez mil metros de altura mientras te abrochas el cinturón, porque la voz de la azafata te avisa de que las turbulencias en los Andes pueden especialmente movidas.

Finalmente, tomamos tierra en el aeropuerto Arturo Merino Benítez de Santiago, con apenas 5ºC de temperatura y cuando la mañana aún bostezaba. Sólo queríamos dormir. Fuimos directos a nuestra habitación alquilada, y así pasamos por el centro histórico y la conocida Plaza de Armas, protagonista de varios episodios violentos. Como en Lima, la plaza originariamente se diseñó como un damero alrededor del cual se fueron ubicando los comercios. Por allí se encuentra el Palacio de la Moneda -otro hito en la historia negra de Chile por el golpe de Estado de Pinochet y la muerte de Salvador Allende– y las calles aledañas, donde se reúnen los enamorados del ajedrez a echar unas partidas.

Siento rabia porque estoy perdiendo el tiempo aquí, dando vueltas en la cama, y no puedo ni vivir ni descansar. Nos hemos ido a la cama cuando los chilenos han acabado su jornada laboral y comienzan a invadir el metro, el cine, los bares. Nosotros, no. Nosotros debemos dormir un poco. Pero aquí hay demasiado silencio, sólo escucho una suave respiración que no sé si gime o sueña, y a través de la fina cortina de mis párpados cerrados adivino que el día está naciendo, quizás unos primeros rayos estén ya encendiendo el espectacular skyline natural de Santiago.

Camino a casa nos topamos con un chileno aficionado a la poesía. Estuvimos un rato hablando de la dictadura chilena y la española. Fue quien nos ayudó a encontrar la parada de metro, y cuando supo de dónde veníamos no se pudo contener: “¿Son de España? ¡Baltasar Garzón..!”, exclamó con orgullo. Es la primera vez que no nos gritan: ¡¡Barça!!

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Olor a viejo

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Cuando era aún una niña pequeña, en la edad esa en la que lo preguntas todo sin pudor ni prudencia, le pedí a mi abuela Antonia que me explicara qué era ese olor tan peculiar que había en su habitación. “¿Qué olor?”, me preguntó extrañada. “Ese olor que hay en las sábanas”, decía yo. “El abuelo y tú lo tenéis”. Y entonces ella, ni molesta ni nada, me dijo tranquilamente que era olor a viejo, pero que no era nada malo. Simplemente era el olor de las cosas que se gastan.

Hace un par de semanas tuve que ir a varias residencias de ancianos para hacer un reportaje para l’Agenda, y al entrar en la primera se me vino a la cabeza este episodio. Allí estaba ese olor tan característico: entre ácido y amargo, una curiosa mezcla de jabón neutro y medicinas. Olía a limpio, y olía a viejo. Me gustó que me trajera a la memoria a mis abuelos, pero también me puso triste, porque esa vejez ante la que me encontraba no era, seguro, la que habían soñado aquellas personas.

Hice las entrevistas que tenía que hacer y pasé un momento por el salón para ver qué hacían los ancianos. Afuera lucía el sol, pero nadie miraba por la ventana. Todos estaban sentados en sillas de ruedas o sillas normales, dispuestos en fila siguiendo el perímetro de la habitación, y todos miraban hacia el frente, hacia un punto infinito que no supe descifrar, absortos en su mundo interior, si es que lo tenían. Nadie hablaba con el compañero. Parecían estar esperando algo toda la vida; quizás la cena, y luego, la hora de dormir, y luego, la hora de levantarse. Parecían no percatarse de que estaba yo allí.

La persona que me acompañaba a la puerta pasó al lado de uno de los viejos y lo saludó: “¡Adiós, Fulanito, hasta mañana!”, y entonces el hombre despertó de su letargo, alzó la cabeza y comenzó a hablar lúcidamente, me miró y se interesó por quién era yo. Cuando me fui, me despidió con un “hasta otro día, señorita, ya nos veremos por aquí, ¿no?”, que me sonó desgarrador. Me explicaron que son muchos los que no reciben visitas nunca. Otros pasan el tiempo esperando la visita que no llega.

Vivir en una residencia no tiene por qué ser malo; no tiene por qué ser triste. No sé por qué no queremos a los viejos, si fueron ellos los primeros que nos cuidaron y nos enseñaron a ser lo que somos. Ellos, con su olor a ropa almidonada y jarabe para la tos, son auténticos. Como los libros viejos de las librerías: amarillentos y un poco ajados, pero luego, cuando los abres, son los que te cuentan las grandes historias.

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