Cuando era aún una niña pequeña, en la edad esa en la que lo preguntas todo sin pudor ni prudencia, le pedí a mi abuela Antonia que me explicara qué era ese olor tan peculiar que había en su habitación. “¿Qué olor?”, me preguntó extrañada. “Ese olor que hay en las sábanas”, decía yo. “El abuelo y tú lo tenéis”. Y entonces ella, ni molesta ni nada, me dijo tranquilamente que era olor a viejo, pero que no era nada malo. Simplemente era el olor de las cosas que se gastan.
Hace un par de semanas tuve que ir a varias residencias de ancianos para hacer un reportaje para l’Agenda, y al entrar en la primera se me vino a la cabeza este episodio. Allí estaba ese olor tan característico: entre ácido y amargo, una curiosa mezcla de jabón neutro y medicinas. Olía a limpio, y olía a viejo. Me gustó que me trajera a la memoria a mis abuelos, pero también me puso triste, porque esa vejez ante la que me encontraba no era, seguro, la que habían soñado aquellas personas.
Hice las entrevistas que tenía que hacer y pasé un momento por el salón para ver qué hacían los ancianos. Afuera lucía el sol, pero nadie miraba por la ventana. Todos estaban sentados en sillas de ruedas o sillas normales, dispuestos en fila siguiendo el perímetro de la habitación, y todos miraban hacia el frente, hacia un punto infinito que no supe descifrar, absortos en su mundo interior, si es que lo tenían. Nadie hablaba con el compañero. Parecían estar esperando algo toda la vida; quizás la cena, y luego, la hora de dormir, y luego, la hora de levantarse. Parecían no percatarse de que estaba yo allí.
La persona que me acompañaba a la puerta pasó al lado de uno de los viejos y lo saludó: “¡Adiós, Fulanito, hasta mañana!”, y entonces el hombre despertó de su letargo, alzó la cabeza y comenzó a hablar lúcidamente, me miró y se interesó por quién era yo. Cuando me fui, me despidió con un “hasta otro día, señorita, ya nos veremos por aquí, ¿no?”, que me sonó desgarrador. Me explicaron que son muchos los que no reciben visitas nunca. Otros pasan el tiempo esperando la visita que no llega.
Vivir en una residencia no tiene por qué ser malo; no tiene por qué ser triste. No sé por qué no queremos a los viejos, si fueron ellos los primeros que nos cuidaron y nos enseñaron a ser lo que somos. Ellos, con su olor a ropa almidonada y jarabe para la tos, son auténticos. Como los libros viejos de las librerías: amarillentos y un poco ajados, pero luego, cuando los abres, son los que te cuentan las grandes historias.
FANTÁSTICO. SIMPLEMENTE.
LLEGUÉ, VÍ, CAPTÉ, ESCRIBÍ.
Durante muchos años he trabajado en resudencias de ancianos y conozco perfectamente este olor a viejo!!
Y si, es tan triste terminar así.
En este pais las residencias son horribles, todo lo contrario al norte de Europa, q parecen pueblecitos con casitas individuales, teatros, huertos, jardines… Vaya, igualito q aquí!
Yo también lo conocía bastante: mis abuelos paternos pasaron la etapa final de sus vidas en una residencia. Cuando los iba a visitar, ellos se alegraban, obviamente, pero también lo hacían los compañeros de al lado, que no recibían visitas y se entretenían con nosotros. Me ha traído tantos recuerdos…
Las personas, que como tú, han vivido su infancia con sus abuelos están más sensibilizadas con la última etapa de la vida en que normalmente predomina la soledad, la incapacidad y la incomprensión. Gracias en nombre de ellos por preocuparte, pensar y , sobre todo, escribir su problemática como sólo tú sabes hacerlo.
Se me ha encogido el corazón ante tu relato, he sentido una pena infinita. Tanta lucha y preocupación ante la vida para llegar a este punto ya sin esperanza. Al menos si estas personas no las excluyeran de sus familias su día a día se haría más llevadero y se sentirían queridas, no como trastos que ya nadie necesita, apartados e inservibles.Uff no quiero ni pensarlo!!
A ti no te va a pasar eso, Lola. Yo creo que si se sabe inculcar el respeto por los mayores ya está el 90% hecho. Lo malo es cuando durante la vida fomentamos rencillas, enfados, orgullos… dentro del núcleo familiar. En esta sociedad parece que querer a tu familia es una cursilada.