Archivo de la categoría: Viajes

El cantante de Oatman

Tras la locura de Las Vegas, seguimos nuestro viaje por la ruta 66. Pasamos entre montañas, por parajes envueltos en la soledad más absoluta, y llegamos a Cool Springs, donde sólo vemos una vieja gasolinera de época y un neón que preside una pequeña tienda de bebidas, perdida en una curva del camino. El lugar nos produce tanta desazón que decidimos que hay que parar. Entramos, y tras el dintel de la puerta nos recibe George, un americano fornido con brazos como patas de elefante, que lo primero que nos dice, tras el “hello”, es que tenemos que firmar en su guest-book. Dejamos nuestros nombres para la posteridad en este lugar perdido de Arizona, mientras George se anima y nos cuenta sus historias. Tiene fotos acariciando al famoso road-runner, el correcaminos, un animal increíble que, aunque no vuela, es capaz de correr a más de 30 kilómetros por hora. Nosotros ya nos lo hemos cruzado en alguna ocasión en la carretera, aunque verlo, lo que se dice verlo, no lo vimos.

Paseamos por la tienda de George, que es todo un santuario de la ruta, le compramos un café y salimos. Vemos que hay una pareja de italianos haciendo fotos; están haciendo la ruta pero al revés que nosotros, así que nosotros les hablamos de Seligman mientras ellos nos anticipan lo que veremos en Oatman. George se aburre solo dentro de la tienda y sale a charlar con nosotros, pero los italianos han desaparecido dentro de su autocaravana y ya enfilan la carretera.

“European people, like us”, le dice Marc a George. “Italian. But they don’t spend money…” Quiere picarlo, ver cómo reacciona el hombre. El otro gruñe un poco, mira hacia la caravana diminuta y asiente: “Mmmm. Tight ass”. Que viene a ser algo así como: “culos apretados”. O sea, del puño…

***

Oatman es un lugar divertido para pasar un rato. Es un pueblito con casitas de madera al estilo far-west, al que se llega por una carretera de tierra después de varias curvas entre montañas, en las que te puedes tropezar con algún burrito. De hecho, los burros pasean alegremente por este pueblo, van solos, se acercan al turista, curiosos, y se dejan acariciar por si les cae alguna zanahoria.

Hemos entrado en la tienda de recuerdos Fast Funny Place; de repente me he cansado de la radio, y busco algún CD de música para ambientar el viaje. Durante el camino nos han acompañado las radiofórmulas americanas, las mismas canciones que causan furor en España. Y de vez en cuando, algún tema de Dylan, Springsteen, The Police o los Rollings. En los bares de carretera, sin embargo, gana Elvis por goleada. Saben lo que los nostálgicos vienen buscando, así que te comes la hamburguesa mientras el rey del rock canta: “train arrive, sixteen coaches long…

En Fast Funny Place hay un hombre cantando vestido de vaquero. El compañero, Rick, se me acerca, y cuando le explico lo que busco, me dice que si quiero puedo comprar el CD del cantante. Señala a Bob, que se desgañita la garganta, y pienso que por qué no, al fin y al cabo hemos venido buscando lo auténtico. Justo cuando estoy pagando, Bob acaba la canción y me reclama. “How do you do?” “I’ve just bought your CD”, le contesto. Bob se pone muy contento, y decide celebrarlo regalándome una canción, así que enciende los altavoces, coge un micrófono y me canta The long black train. “Te gustará”, promete. Entonces pasan tres minutos inolvidables, en los que Bob llena el valle de las notas alegres de esta canción country, mientras yo muevo mis pies siguiendo la música y Rick se entretiene matando moscas.

Desde luego, es un momentazo. Me da pena irme, pero en el bar de enfrente, el Olive Oatman Saloon, nos esperan para poder cerrar. Rick y Bob les han gritado desde el otro lado que por favor nos alimenten, así que cruzamos corriendo, mientras el valle vuelve a quedarse mudo. La gente se regresa a sus casas, se cuelgan carteles de “cerrado” en las tiendas, y los burros desaparecen. Ahora somos los únicos turistas, los únicos hidalgos errantes que desentonan en el pueblo.

3 comentarios

Archivado bajo Estados Unidos, Viajes

La ciudad de la mentira

La llaman Sin City, la ciudad del pecado, la ciudad de las luces, Las Vegas. Hemos venido hasta ella desviándonos de nuestra ruta otra vez, para averiguar por qué ejerce la fascinación que ejerce; qué tiene de especial esta ciudad inventada en medio del desierto. Como un preludio de la cutrez y el patetismo, la radio nos castiga con una canción horrible que pretende ser romanticoide: “No es una aberración sexual/ pero me gusta verte andar en cueros (…) / Si la naturaleza te hubiese querido con ropa, con ropa hubieses nacidooo…”

No hay palabras. Pero está claro que para ir a Las Vegas hay que dejar los prejuicios a un lado, el sentido del ridículo y el buen gusto, y lanzarse a participar de lo superficial, lo banal y lo efímero; convertirte en una de esas adolescentes que conducen coches con el volante forrado de piel de leopardo, escuchar reggaeton y soñar con casarte en una de estas capillas por las que pasamos, pastelitos floreados que te tientan a ambos lados de la carretera.

Las Vegas te engaña para que creas que eres rico. Puedes alquilar un coche por menos de diez euros al día, comer en un buffet libre de marisco por apenas 17; dormir en el Hilton por 80. El lujo -aunque sea falso- te deslumbra. Los hoteles ofrecen espectáculos pirotécnicos, shows de agua, luz y sonido, luces de neón por todas partes y el mayor derroche de decibelios que puedas imaginarte.

Como urracas, nos dejamos seducir por lo que brilla, aunque sea un espejismo, aunque sea un truco más de la industria de Hollywood, aunque todo sea una mentira. Las señoritas de los casinos te sonríen, las boutiques te llaman con descuentos al 70%, las máquinas tragaperras te desafían y te marean con la música y la caída de las monedas, y todo te parece como en un sueño, un gigantesco plató donde se graba El show de Truman y cada persona con la que te cruzas, un actor. Está el que camina vestido de Elvis Prestley, las jovencitas que van de despedida y por la noche salen a cazar, los jovencitos de despedida que vienen a coger una gorda, los que van vestido de Cupidos con un tanga y el culo al aire, los grupos de japoneses, con sus cámaras; los soldados americanos con sus uniformes, los negros que bailan breakdance, los buscavidas, los borrachos, las estampitas de prostitutas, las novias que posan mascando chicle, los ludópatas.

En los casinos, dan un poco de pena esas personas que aprietan el botón o la palanca sin pestañear, sin esperanza siquiera. A veces hay alguien que consigue premio, y entonces todo el mundo en el casino se entera. La máquina empieza a emitir una desagradable alarma, despliega sus luces de colorines como si fuera un pavo real, y te hace esperar varios minutos, hasta que vomita la ristra de moneditas tintineantes. A estas alturas, ya hemos pasado de la euforia del principio al cansancio del neón. Nos detenemos en un hotel cualquiera, jugando a averiguar quién es rico de verdad y quién, sólo, se lo cree. En menos de 24 horas, ya estamos saturados de falsas Venecias y falsos París.

Al día siguiente decimos adiós con alivio a estas calles de desenfreno. Miro atrás y veo la ciudad dormida, fea y triste sin las luces del encantamiento. Se ha acabado el número de magia; Las Vegas es una ciudad de juguete, un decorado mudo de película que ahora engullen las montañas del desierto.

1 comentario

Archivado bajo Estados Unidos, Viajes

El motero de Seligman

Me despierto a las cinco y pico de la mañana en el Supai Motel de Seligman. Me he sentado fuera de la habitación, en una silla de plástico, a hacer recuento de la jornada. Huele a ceniza de cigarro, pero el hermoso día lo compensa. Tras la escapada al Gran Cañón hemos seguido la ruta 66, y ese periplo nos ha llevado hasta aquí, una pequeña localidad que parece haberse quedado congelada en la época gloriosa de los 50. En la calle principal, un café-tienda de recuerdos exhibe todo tipo de souvenirs para los peregrinos de carretera. Nosotros sólo nos dedicamos a apurar el café y a buscar la lavandería del pueblo, que aunque no sale en las guías bien se merecería un puesto en el ránking de lo decrépito.

Me tocó hacer la colada mientras Marc buscaba víveres. Iba pensando en memorables escenas de películas que ocurren en las lavanderías, pero nunca había visto una tan desangelada, tan muda, tan olvidada de la civilización. Me quedé escuchando el sonido ronco de la lavadora mientras esperaba sentada en una butaca con el asiento lleno de lamparones. Era la única que no estaba rota; lo sé porque las fui desplegando una por una, y todas tenían una grieta en el sillín, más grande o más pequeña.

Mientras pienso en estas cosas he sentido que se abría la puerta del vecino. Sale un hombre cincuentón, con el cabello largo y canoso y el torso desnudo, enfundado en unos estrechos tejanos y con barba de tres días. Apuesto a que es motero. Me dedica un “morning” lacónico, y confirma mis sospechas acercándose a una de las dos Harley Davidson que están aparcadas en la puerta. Regresa a mi lado, sin mirarme, y coge el paquete de Marlboro que hay en el alféizar de mi ventana. Parsimonioso, se enciende un pitillo y se sienta en la silla que hay libre junto a mí. Me maldigo por no fumar; es la oportunidad de entablar una conversación, pedirle un cigarro o una cerilla, comentar el recorrido que ambos hacemos, intercambiar mapas e impresiones del camino. Pero como no fumo, me contento con garabatear tonterías en el cuaderno, mientras él despliega un enorme mapa de Estados Unidos en el suelo, con la ruta 66 marcada en rosa fluorescente.

El motero saca el humo por la nariz y la boca, relajándose. Ahora estamos tan juntos que nuestros brazos se tocan, pero ambos hacemos como que el otro no existe. A mí me paraliza el miedo. A lo largo del camino he hablado con turistas, recepcionistas, excursionistas, cantantes, viajeros. Pero ahora no sé qué me pasa. Aquí lo tienes, un auténtico motero, como tú querías… Pero qué le pregunto que sea inteligente, qué decir que no quede forzado en este momento de relax…

Así estaba, absorta en mis pensamientos, cuando sale Marc de la habitación con cara de sueño. Al motero me lo espanta; veo que se levanta y se dirige hacia la moto; saca dos cascos con la banderita de Estados Unidos y los planta sobre el manillar, como trofeos. Entra en la habitación y regresa con la compañera: alta, delgada, con cara de mala leche. Ambos llevan camisetas en las que pone bien clarito: “Harley Davidson”. Por si hubiera alguna duda. La pareja se monta cada uno en una Harley, hacen rugir los motores un ratito a modo de despedida, antes de describir un semicírculo con la moto, para, finalmente, desaparecer en la carretera. Yo me quedo un momento más mirándolos en mi silla de plástico, viendo cómo se hacen pequeñitos.

2 comentarios

Archivado bajo Estados Unidos, Viajes

La leyenda del Gran Cañón

Son las cuatro de la mañana y no puedo dormir. Contar ovejitas aquí no tendría sentido, así que enumero los trenes que pasan. Estamos cerca de la estación de Flagstaff. Un tren, otro tren, otro… y otro. Sé que se hace de día por el filo de luz que se escapa de la ventana. Estoy cansada, muy cansada. Me pesan las piernas, los brazos, la cabeza y la espalda. Entro en una especie de sopor semiconsciente, y siento que voy cayendo al vacío lentamente, medio flotando. Es una caída lenta y agradable, caigo hacia el centro de la tierra, abajo, más abajo, caigo, caigo, caigo…

***

Dicen los havasupai que al principio de los tiempos existían dos dioses. Tochapa, el de la bondad, y Hokomata, el malvado. Tochapa tenía una hija, Pu-keh-eh, que estaba llamada a ser la madre de todo ser vivo. Hokomata el malvado quiso evitarlo, y envió al mundo una gran inundación. Pero Tochapa colgó a su hija de un enorme árbol, y cuando las aguas bajaron, aparecieron los ríos. Uno de ellos creó la enorme brecha que se convirtió en el Gran Cañón.

Verdaderamente, el Gran Cañón parece la obra cumbre de la creación: una grieta enorme que divide en dos el valle y que deja sin aliento. De arriba abajo, la vista se detiene en los distintos colores que toma la tierra: ocres, verdes, marrones y, sobre todo, los tonos rojizos tan característicos. Miras hacia abajo y te acuerdas de la fobia que sentía el detective Scottie en la película Vértigo de Hitchcock. El precipicio ejerce una extraña atracción, y más ahora, que estamos tan solos. Un par de pájaros sobrevuelan este paisaje de otro tiempo, mientras suena el viento entre los peñascos y cantan las cigarras.

Es un privilegio poder observar el Gran Cañón en silencio. La enorme grieta es una herida profundísima, un corte preciso en la roca que acaba en la orilla del río Colorado. Desde arriba puedes seguir el caminito del agua, dibujando meandros y esculpiendo infinitamente el paisaje, que siempre cambia. Vamos bordeando el Gran Cañón con el coche, porque no lo puedes abarcar de un solo golpe de vista. Sin proponérnoslo, vamos haciendo la ruta al revés que la mayoría. Al principio del Bright Angel Trail, nos preparamos para el descenso a pie. Nos ponemos las gorras, cargamos con cinco litros de agua, bebidas energéticas y azúcar, por si las fuerzas fallan.

En seguida descubrimos la dureza del terreno. El sol nos abrasa, aunque son apenas las diez de la mañana. Vamos descendiendo con un desnivel considerable, por un camino de tierra estrecho y sin barandas, cruzándonos con senderistas que ya vienen de regreso, con las caras enrojecidas, los cabellos mojados y el cansancio en la mirada. Pero el recorrido merece la pena: vas bajando al centro de la tierra, que diría Julio Verne. Pasas por los diferentes sustratos que se han ido formando a lo largo de millones de años, por eso el color cambia. Rojo de arcilla, ocre de polvo y arenisca, verde de musgo, negro de rocas volcánicas. Me doy cuenta de que está resumida aquí media historia de la vida del planeta. Ahora los havasupai, las gentes de las aguas turquesas, habitan estas tierras, como también hicieron en su día los anasazi, los antiguos.

Nos acompañan por el camino las ardillas, que se van cruzando por delante, posan en lo alto de una roca como figurantes o descansan, despatarradas, a la sombra del camino. Cuando dejamos atrás el primer refugio, empiezo a notar los efectos del calor y la caminata: me noto mareada, débil, debo tener mala cara. Nos mojamos la cabeza con el agua que llevamos, pero a los dos minutos volvemos a tener el cabello seco: magia.

Nos cruzamos con las famosas mulas del parque, que llevan provisiones a la comunidad india havasupai; el principio de insolación, la fatiga y el hedor de sus heces frescas están a punto de hacerme vomitar, pero lo resisto y consigo saludar a los rangers. En el segundo refugio, nuestra meta, descansamos antes de emprender la subida. Unas nubes se han instalado en el valle y nos han salvado de los rayos. Suena un trueno en la lejanía, y todo retumba. Nos quedamos helados: el sonido se multiplica por toda la garganta, con un eco que te envuelve y sobrecoge. Me acuerdo de Pu-keh-eh, esperando en el árbol.

Vamos subiendo mientras a nuestros pies el paisaje se tiñe de rojo, rosa, azul y violeta. Por fin, cuando estamos a punto de alcanzar tierra firme, otra nube nos alcanza. Sopla viento de tormenta, el cielo se abre un poquito y el gris se instala. Unas gotas finísimas me salpican la cara. A lo lejos me parece oír la risa de Hokomata.

2 comentarios

Archivado bajo Estados Unidos, Viajes

De indios y vaqueros

Dicen que Harry Goulding, un aventurero de Colorado que llegó a Monument Valley en 1924, estuvo tres días esperando en la oficina de John Ford antes de ser atendido por el cineasta. Había viajado hasta allí para enseñarle fotos de este hermoso paraje situado en la frontera de Utah con Arizona, que ahora era su hogar. Parece que Goulding y su mujer, que al principio vivían en una sencilla y diminuta tienda azotada a menudo por las tormentas de arena, se encariñaron pronto con este paisaje de picos rocosos de color rojizo, un increíble desierto de curiosas formaciones, a veces enormes moles de roca y otras altísimas puntas que arañan el cielo.

John Ford estaba preparando el rodaje de La diligencia. Al ver las fotos, tuvo claro que este era el escenario de su historia, y así nació la vinculación de Monument Valley con el cine, que le ha dado fama mundial. Monument Valley, por su parte, le ha regalado al séptimo arte las estampas más famosas de Fort Apache, Centauros del desierto o incluso Regreso al futuro III.

Monument Valley no nos pilla de paso; tenemos que desviarnos de la ruta 66, pero tenemos claro que es un enorme plató natural que no nos podemos perder. Así que planificamos dos noches en Flagstaff, y hacemos un paréntesis en nuestro peregrinaje por la carretera.

Flagstaff nos pareció una ciudad interesante, mucho más animada y atrayente que los últimos lugares pintorescos por los que nos habíamos ido deteniendo en la última jornada. El centro está lleno de vida, y la ciudad exhibe cierto toque western en la arquitectura de sus edificios, así que parecía un buen punto de partida.

Pasamos por Cameron y su puente sobre el río Little Colorado, dejamos atrás Tuba City y Kayenta, y, por fin, vemos que la carretera se adentra en el característico desierto rojo de las películas del Oeste. Al fondo, cuando la carretera se convierte en un hilillo de plata que brilla bajo el sol de las cuatro de la tarde, vemos las primeras rocas esculpidas por la erosión, el viento y el agua. Formas caprichosas que sin embargo no nos parecen extrañas. Las hemos visto en alguna parte, no importa dónde, forman parte de nuestra memoria cinematográfica.

Estamos en plena reserva navajo, los indios que controlan la zona, a los que algunos turistas contratan tours guiados por el valle. Paseos en jeep, a pie o a caballo, pero nosotros lo recorremos con nuestro coche, parándonos aquí y allá, admirando el entorno desde todos los puntos de vista, encontrándonos con los indios que venden sus mercancías en medio del camino polvoriento, viendo cómo sale una expedición de japoneses que se pierde entre las montañas.

Hemos intentado reservar una noche en un hogan, una típica casa india hecha de adobe y madera. Despertarse en el Monument Valley, o Valle de las Rocas, como lo llamaban los primeros indios, debe ser inolvidable. Pero estamos en temporada alta, y los hogan no abundan. Preguntamos a una mujer navajo que alquila uno, y nos dice, parcamente, que está ya reservado. Que si queremos nos deja una tienda de campaña que podemos instalar junto a su tráiler-casa. Nos cierra la puerta en las narices y nos deja pensarlo. La idea nos seduce; a decir verdad, nos seduce muchísimo, pero al final decidimos pasar de largo. Dormir en el hogan tenía su gracia, pero ahora la perspectiva es hacer noche junto al grupo de turistas que se nos han adelantado.

Emprendemos la marcha hacia Flagstaff; otra vez la carretera y la soledad nos acompañan, que rompen a veces las manadas de caballos que caminan en fila junto al asfalto, con la cabeza gacha, soportando como pueden la canícula de agosto. A medio camino, nos paramos. El paisaje es demasiado abrumador, majestuoso ahora que se pone el sol; inconmensurable. Dejamos el coche al borde del camino y nos concedemos el momento romántico del viaje. Nos olvidamos de que se hace tarde y no tenemos dónde dormir, que mañana hay que madrugar para ir al Gran Cañón, que la noche en Arizona es fría y despiadada. Sienta bien esta pausa en el camino, este paréntesis para conectar con el paisaje, con la madre tierra que un día poseyeron los indios.

Ya tenemos nuestro final made in Hollywood, así que volvemos a la carretera a que nos engulla la noche. Recuerdo que pensé que el Gran Cañón no podría superar aquello. Afortunadamente, me equivocaba.

2 comentarios

Archivado bajo Estados Unidos, Pelis, Viajes

On the road

Saliendo de Albuquerque, en seguida el paisaje se abre ante nosotros. Circulamos junto a pocos coches, y la antigua carretera 66 -aquí machacada por la freeway– se extiende delante, interminable.

Al final Albuquerque no nos ha parecido tan mal; el día extra que hemos pasado aquí nos ha permitido buscar los restaurantes que nos recomendado el revisor del tren, un mexicano simpático y espontáneo que sin embargo se expresa mejor en inglés que en español. Cosas del emigrante.

El revisor tiene a su madre cerca de Ciudad Juárez. Estuvo un rato sentado junto a nosotros en el Lounge-Wagon, preguntándonos si cruzaríamos la frontera con México y contándonos historias del cártel de la droga, anécdotas que nos parecieron escalofriantes.

Vamos haciendo recuento del viaje mientras pasamos por Laguna Pueblo y, un poco después, por un poblado muy primitivo, sin nombre aparente. Aquí nos paramos, junto a las vías del tren, para hacer una foto a la enorme mole de contenedores andante que nos ha ido acompañando por el camino, enroscándose al bordear las montañas cual serpiente gigante del desierto. Cuando se va acercando a nuestra posición, el tren emite un agudo pitido y, al alcanzarnos, el maquinista saca su brazo por la minúscula ventanilla y nos saluda. Esto es un pasatiempo normal aquí. La gente acude a las estaciones a ver pasar el tren. Las madres llevan a sus niños; los jubilados dirigen sus paseos matinales hacia las paradas; los jóvenes se besan mientras esperan. Y, cuando el tren llega, todos dicen adiós a los viajeros, aunque no los conozcan. Saludan y sonríen, agitan sus manos y luego se marchan. No hay mucho que hacer en estos pequeños pueblos de Nuevo México.

Seguimos conduciendo y dejamos atrás reses muertas al borde de la carretera y bares abandonados. Ahora, un 66 pintado en el asfalto -la famosa señal de la Mother Road de América- nos indica que nos encontramos en uno de los tramos que ha sobrevivido del trazado original, una carretera que se pavimentó en 1926 -aunque existía desde mucho antes- y que discurría desde Chicago a Los Ángeles. Casi 4.000 kilómetros que recorren los estados de Illinois, Missouri, Kansas, Oklahoma, Texas, Nuevo México, Arizona y California. Estamos haciendo el mismo recorrido que hicieron las familias campesinas en la década de los años 30, cuando iniciaron el éxodo hasta la tierra prometida de California, buscando el futuro que en el este se les negaba.

En Budville, la vieja carretera pasa en medio de un cementerio de coches decrépitos, escampados a derecha e izquierda sin orden ni concierto, como si hubieran sido espolvoreados desde las alturas. Más adelante recorremos un curioso paisaje formado por rocas negras de lava que los exploradores españoles bautizaron en su día como Malpaís. Comemos en Nana’s, una de las viejas glorias de la ruta 66, y dejamos atrás Grants y Gallup.

A estas alturas del viaje ya nos hemos dado cuenta de que el aire acondicionado no va bien, así que bajamos las ventanillas y nos imaginamos que vamos en un mustang descapotable. Así recorremos la ruta que va de Gallup a Holbrook, en la que el paisaje ha pasado de las estupendas llanuras de rocas rojas a las largas planicies salpicadas a veces por solitarios molinos de agua.

Al llegar al territorio Navajo, me pongo alerta. Nos hallamos en las proximidades de esta reserva india, uno de los pocos territorios que aún se encuentran bajo la soberanía de una de las tribus nativas de Norteamérica, junto con los hopi, los apache, los havasupai o los zuni. Hoy vamos a dormir en Flagstaff, así que vamos por la carretera tranquilamente, recreándonos en el paisaje que nos hipnotiza. Seguimos las notas de la flauta de Hamelin, una melodía que aquí suena a música country.

4 comentarios

Archivado bajo Estados Unidos, Viajes

Albuquerque: encuentro con la ruta 66

Albuquerque, la ciudad más grande del estado de Nuevo México, nos golpea salvajemente con una bofetada de aire caliente al saltar al andén. Risas, abrazos, bye bye… La señora que nos ha acompañado en el último trayecto, originaria de Stuttgart, Alemania, pero afincada en esta ciudad desde hace décadas, nos grita un “bye, honeys!” antes de lanzarse a los brazos de su hija, que ha venido a buscarla, y de estrechar al pequeño perrillo que también ha acudido a recibirla.

La última hora en tren ha sido apasionante. Unas niñas indígenas de unos tres o cuatro añitos, seguramente de las que viven en alguna reserva de Arizona, se sentaron en los asientos de al lado a pintar con lápices de colores, revolcarse por la moqueta del tren y tirarse al suelo desde el respaldo del asiento. “They’re so sweet...”

No paré hasta ganármelas. Saqué la libreta y me puse a dibujar, enseñándoles de vez en cuando lo que hacía. En seguida la curiosidad pudo más que la timidez y conseguí que vinieran a sentarse conmigo. Las invité a contribuir con mi obra de arte, aunque sólo logré que me dedicaran puntos y rayas…

***

Dejamos atrás la estación y nos disponemos a subir por Central Avenue para llegar al motel. Tiene wi-fi, así que esperamos poder entrar en contacto con nuestras familias, que después de cuatro días deben estar deseando que llamemos. Mientras esperamos en un semáforo, otro de los “amigos” que hemos hecho en el tren llega a nuestra altura. Es un sikh, un seguidor del sikhism, una religión monoteísta fundada en el siglo XV en la India, cuyos creyentes se distinguen, entre otras cosas, por practicar la meditación y por el turbante que llevan. Nuestro amigo tiene una larga barba blanca rizada y despeinada, larguísima, y 57 años a sus espaldas, aunque parece más joven. Se ofrece a acompañarnos porque vamos en la misma dirección, y cuando pasa por la marquesina del autobús se para. Ve que no tenemos intención de coger el bus, así que se encoge de hombros y nos sigue, animado por la charla. Pero al cabo de dos o tres calles nos pregunta que por qué caminamos bajo este sol abrasador que no deja respirar, a las cuatro de la tarde y cargando con mochilas. “Estamos acostumbrados a caminar, y además así vemos mejor la ciudad”, decimos. “Oh, yeah”.

El pobre hombre resopla a nuestro lado, y eso que no está gordo. Mira a Marc y le pregunta si pesa mucho su mochila, que ve más voluminosa que la suya propia. “A little”, dice él con una sonrisa. El sikh ya no puede más. Se para en la próxima marquesina jadeando y se despide de nosotros. “¡Disfrutad de vuestras cuatro manzanas hasta el motel!”, nos grita, riendo. A mí me suena la frase a cierto retintín.

***

La habitación del motel no está mal, pero la wi-fi no funciona. Al día siguiente, descubrimos que el desayuno continental que prometía la página web a la hora de reservar ha quedado reducido a unos tristes cereales que parecen llevar ahí mucho tiempo, una máquina de zumos de esos de aguachirri y un café al agua. Para colmo comemos en la propia recepción del motel, en la única mesita que se han dignado a poner, y bajo la atenta mirada del viejo recepcionista, que parece disfrutar viéndome apurar el último culillo de leche de la botella, puesto que no mueve un músculo para volverla a rellenar.

“No importa, no importa”, pienso para mis adentros. “En unos minutos habremos alquilado el coche y nos largaremos de aquí”. Pero la suerte no estaba entonces de nuestra parte. Yo me regreso a la habitación para escribir -son apenas las siete de la mañana- mientras Marc busca algún lugar con conexión a internet para alquilar el vehículo. Como no tenemos cargado el portátil, tendrá que hacerlo por el móvil. Lo compadezco, aunque no se lo digo.

Poco después de las diez regresa, y con malas noticias. Ni él ni yo hemos caído en que es domingo, y por tanto no podemos alquilar nada. Aquí no tenemos noción de tiempo, pero no es nada raro, hasta el Phileas Fogg de La vuelta al mundo en 80 días sucumbe a las malas pasadas de los husos horarios; casi pierde su apuesta por eso. En fin, tendremos que hacer otra noche en Albuquerque, y la perspectiva no me deja muy contenta. Me pongo un poco de morros porque Marc me propone coger un avión hasta Las Vegas, pero eso rompe todo el espíritu de este viaje. Ni ruta 66, ni indios, ni pueblos fantasma, ni nada de lo que me he estado empapando antes de venir. Él se enfada porque yo me enfado, pero afortunadamente el conflicto no pasa de cinco minutos. Pronto hallamos una solución.

Lo primero es cambiar de hotel. Empezamos a caminar por Central Avenue de nuevo, bajo un sol de justicia, arrastrando las mochilas cada vez a paso más lento. De repente, pego un respingo y señalo una vieja casita blanca y turquesa de la acera de enfrente. He reconocido un hostal que aparece en mi guía de la ruta 66, así que nos animamos, porque la cosa promete.

Tom es una agradabilísima persona. Nos ofrece constantes sonrisas mientras nos pregunta cosas y nos explica qué podemos hacer en Albuquerque por segundo día consecutivo. Sin embargo, cuando descubrimos el encanto de la habitación -nos ha dado la suite, la única con baño incorporado- decidimos que los museos no son suficientemente interesantes. Nos tomamos el día de relax, paseando tranquilamente por el centro histórico y regresamos pronto a la habitación; los comercios cierran a las cinco y el calor sigue siendo insoportable. Además, Marc ha conseguido cargar el ordenador con un cable viejo que ha encontrado en la carretera. Ha hecho un empalme con el cable de mi ordenador y el de la lámpara del cuarto y ¡eureka! El portátil funciona. Menos mal que tengo un MacGyver en casa.

Me pongo a pasar al ordenador todo el trabajo que tengo acumulado. Fuera suenan las Harley Davidson que recorren la ruta 66, la misma en la que ahora nos encontramos nosotros. Antes ya nos hemos topado con ellas; los moteros nos han sonreído al pasar. No son tipos tan duros.

2 comentarios

Archivado bajo Estados Unidos, Viajes

Criaturas del tren

Vamos montados en un tren que une Chicago con Los Ángeles. Nosotros nos bajaremos en Albuquerque, con la idea de alquilar el coche allí y empezar a hacer kilómetros. Sin querer hemos desoído los consejos del puertorriqueño del bloody mary y no lo llevamos contratado. Nuestro ordenador se ha quedado sin batería mientras hacíamos una búsqueda por internet para encontrar el coche perfecto: ¿una motorhome?, ¿una camper?, ¿un mustang descapotable? Yo soñaba con hacer este viaje a lo Thelma & Louise, con el aire caliente del agosto americano dándonos en la cara. O en Harley Davidson, parando en moteles de carretera en los que esperaba ver moteros llenos de tatuajes que nos mirarían como quien mira un reportaje del National Geographic. Pero he fantaseado demasiado, a juzgar por los precios que vemos. Es igual, ahora mi máxima preocupación es encontrar la manera de cargar el ordenador. Si no, no podré seguir con este proyecto.

El transformador que llevábamos para adaptar nuestros gadgets electrónicos a la tensión de 110 voltios de Estados Unidos ha pasado a mejor vida. Un pequeño chispazo y ¡voilà! El enchufe de mi mac sale negro negrísimo, como salido de una cartoon movie de esas que calcinarían por exigencias del guión al pobre coyote o al gato de Tom y Jerry. Esto es una auténtica desgracia para nosotros, puesto que supone prescindir del móvil y del mac, o lo que es lo mismo, decir adiós al mail, las llamadas por skype, los mapas, el libro electrónico, etc.

Aunque finalmente conseguimos comprar uno en Chicago -tras perder toda la mañana y gastarnos 50 $ , menos mal que lo compensamos cenando en modo supervivencia- a mí no me ha resuelto el problema. El mac no carga, así que me resigno a continuar mis notas escribiendo en el cuaderno que he traído desde España, just in case.

***

Llevamos 14 horas viajando en tren. Son las cuatro de la mañana y ya no puedo dormir más, como me ocurre desde que aterrizamos en Estados Unidos. Debe ser jet-lag. Aguanto aún una hora más, envidiando la capacidad de mi compañero para dormir. No puedo ver nada por la ventana y me he intentado acomodar en la butaca de todas las maneras posibles, así que a las cinco enciendo mi luz y continúo escribiendo. Marc se está despertando y con suerte podremos hacer una excursión a la cafetería, ya deben haber abierto. Descorro la cortina y aún me encuentro con otro regalo más: está amaneciendo. Es un amanecer digno de la Metro Goldwyn Mayer; un cielo anaranjado que nos acompaña hasta el Lounge Wagon.

***

El trayecto hacia el vagón-salón es, en esencia, un viaje por América. Hay hispanos, negros, jóvenes con rasgos indios, boy-scouts y el estereotipo del bohemio de turno con pinta de dormir en estaciones. No hay ejecutivos: la business class viaja en avión.

En seguida me alegro de haber venido en tren. El Lounge Wagon tiene unas cómodas mesas para escribir y unos amplios ventanales -incluso en el techo- para admirar el paisaje, que ya ha cambiado numerosas veces: desde los cultivos de trigo de Illinois -pasando por bosques, lagos, graneros, caballos, vacas, cerdos- hasta los campos interminables de Kansas. Mientras Marc admira los cultivos transgénicos, los bosques incendiados y los generadores eólicos, yo me extasío mirando cómo va cambiando la luz sobre los campos. Y me acuerdo de Dorothy de El Mago de Oz, que parece que va a salir en cualquier momento de unos de estos graneros abandonados de Kansas.

El tiempo también cambia, como en una película que hacemos avanzar con el mando a distancia. A nuestra espalda, el sol; frente a nosotros, un cielo que amenaza tormenta. Junto a la ventana, los prados verdes se mueven al compás del viento; parece un gigantesco mar verde que nos persigue. Como un tsunami.

***

El paisaje se vuelve más árido. Pasamos terrenos llanos y deshabitados. Interminables. Y, en Colorado, el tren se adentra entre montañas y bosques de robles y pinos.

Nos hemos sentado en una mesa detrás de una familia amish. Me quedo maravillada de lo pulcras que llevan sus ropas. Sin una arruga, sin una mancha. La madre y la hija llevan el cabello perfectamente recogido en los graciosos gorritos. El padre y el hijo, unas camisas impecables y los consabidos tirantes. Me miro a mí misma y a Marc. Sucios, despeinados, con cara de cansancio y camisetas arrugadas. “¿De verdad hemos hecho el mismo trayecto desde Chicago?”

Los amish rechazan la tecnología, así que los niños no muestran el menor interés por el adolescente que juega a un videojuego en la mesa de al lado. Se entretienen mirando el paisaje, señalando la ventanilla cada vez que pasamos por alguna granja, leyendo y jugando a las cartas. Así pasamos más de seis horas seguidas en este vagón con vistas panorámicas, viendo cómo cambian nuestros compañeros de viaje en las mesas circundantes. Sólo permanecemos los amish y nosotros. Ellos no nos hablan; ya tienen bastante con su mundo. Pero la mujer de vez en cuando me dedica una sonrisa, y con eso me conformo.

2 comentarios

Archivado bajo Estados Unidos, Viajes

El primer taxista español de Chicago

Chicago es una ciudad ordenada, bastante limpia, asaltada a menudo por parques urbanos y grandes esculturas de arte en la calle, incluso instalaciones artísticas. Desde el punto de vista arquitectónico, lo mismo puedes encontrar un enorme rascacielos coronado por una catedral gótica o una mezquita que una torre -Tribune Tower- construida a base de ladrillos y otros elementos expoliados en todas partes del mundo: una piedra del Taj Mahal, un capitel romano, un ladrillo de Notre Dame… Todo es posible a golpe de talonario.

Para descansar de tanta barbarie, acompañados por el estruendo que produce el El, el tren elevado que cruza el Loop, decidimos comer en el restaurante preferido de otro célebre chicagoan junto con Al Capone: Barack Obama. Sin embargo, como suele ocurrir en los viajes, por el camino nos tropezamos con otro local italiano que nos pareció más barato, más auténtico y, lo más importante, más próximo. Entramos y nos conducen a una mesita pequeña con el mantel a cuadros rojos y blancos que me hace recordar el viaje a la Toscana. Mientras me traen mi pizza, curioseo los discos disponibles en la juke box -la máquina de música-. Tienen canciones de Sinatra, Elvis y Santana, entre otros. Un viejo pasa a mi lado cojeando y me pide permiso para apoyarse en mi brazo.

Comemos tranquilamente, prácticamente solos, mientras me fijo en las fotos colgadas en las paredes. No conozco a nadie.

Cuando salimos, Marc se distrae haciendo fotos para recordar el nombre del restaurante y se aleja un poco; yo curioseo un poco más el escaparate del bar, y en ese momento, sale una camarera a toda prisa. Se dirige a mí porque es a quien ve. “El hombre de dentro dice que entréis un momento”, creo que me dice. Dudo un segundo. Miro a Marc, que está demasiado lejos para que lo avise, y decido entrar sola. Total, si es un momento…

Sentado junto a la pared de fotografías descubro al viejo que pasó con el bastón junto a la máquina de música. “¿Sois españoles?” “Sí”, respondo. Me embarga el nerviosismo porque sé que se avecina otra conversación en inglés con mi oreja de madera como única ayuda. Instintivamente, miro a la puerta: ¿dónde está Marc?

El viejo me conduce a una foto enmarcada en la pared. Aparece él mismo con bastantes años menos junto a otro hombre. Están agarrados pasando sus brazos por el hombro del otro, y posan sonrientes. Me explica que era un amigo suyo, procedente de España, que ya ha fallecido. Fue el primer taxista español de Chicago. “A very good man”, dice, cargado de nostalgia. “Gran luchador, sensato y trabajador”. Charlamos un poco más de nuestro viaje, y tras unos cuantos consejos -“no os acerquéis a los barrios de negros, no son seguros”- me despido de él porque ya empiezo a dudar de si Marc sabrá dónde me encuentro.

Fuera, de nuevo el aire pesado y pegajoso de la tarde de Chicago. Marc me ve salir; no se inmuta. Creo que no ha notado mi ausencia… Suspiro para mis adentros y cuando llego a su altura comienzo a relatarle la historia del hombre del restaurante. Así hacemos tiempo mientras exploramos los alrededores del lago Michigan.

***

Se nos hace tarde. Tenemos que volver al motel, que está in the middle of nowhere, como dicen aquí. Cogemos el tren hasta la parada más cercana, y cuando ya nos disponemos a desconectar los sistemas para echar una cabezada, emerge del asiento de delante una cabecita. “Hi. Do you need any help?”

Un hombre joven con cara simpática nos mira, curioso, señalando el mapa que tenemos en la mano. En seguida comenzamos una conversación; nosotros estamos predispuestos y Greg, nuestro nuevo compañero de viaje, ansioso por descubrir algo más de nosotros. Cuando le explicamos nuestro propósito, Greg comienza a hacer aspavientos y a bromear preguntando que quién de los dos es el rico; en seguida lo sacamos del error cuando le informamos que nos alojamos en un motel por el que pagamos 49$ -unos 45 euros- en una de las ciudades más caras de Estados Unidos. Más interesado todavía, nos pregunta cuál es nuestro próximo destino después de Chicago. “Albuquerque”, contestamos. Para nuestra sorpresa, Greg estalla en sonoras carcajadas. “Really? Why Albuquerque? It’s in the middle of nowhere…”

Otra vez esa expresión. Marc y yo nos miramos, sin saber qué decir. Cuando consigue sobreponerse a su ataque histérico de risa, indaga más. “And by train?” Greg ríe cada vez con más fuerza. “Why don’t you go by plane?” Le explicamos que nos perderíamos el paisaje, pero no parece comprender el aliciente del viaje en sí mismo. En fin, lo dejamos por imposible. Optamos por reírnos con él, y así vamos matando el tiempo hasta que el tren se detiene en Wood Dale. Es nuestra parada, pero ahora no podemos despedirnos de Greg. Hace tiempo que ha desaparecido de su asiento, de la misma manera brusca y repentina que había aparecido 45 minutos antes.

***

Son las diez de la noche en la estación de Wood Dale y ya no hay ni un alma. El tren emite su característico pitido de despedida, y tras el estruendo de su marcha, todo vuelve a quedar en silencio. Es noche cerrada, y aún nos quedan seis kilómetros hasta el motel, pero ya no hay trenes ni autobuses que hagan el recorrido. Sugiero llamar a un taxi, pero desconocemos el teléfono. Marc parece meditar mientras observa cómo el único viajero que se ha bajado del tren con nosotros se marcha en una furgoneta blanca. “¡Le podríamos haber preguntado!”, pienso. Me dirijo a la estación para pedir que alguien nos llame a un taxi, pero está cerrada hasta las cinco de la mañana. Ya me veo durmiendo en un banco.

Un poco angustiada, regreso al lado de Marc, que ha descubierto una vieja cabina telefónica con una pegatina anunciando un servicio de taxi. Intentamos llamar con los dólares que nos quedan, pero es inútil. La operadora dice que hay que marcar un prefijo, o quizás es lo contrario, que no hay que marcarlo. Probamos de todas las maneras posibles hasta que nos damos por vencidos. ¿Cómo puede ser tan difícil? Quizás los móviles de tercera generación nos han convertido en auténticos analfabetos para cualquier tipo de comunicación más analógica.

Lo que me temía. Tenemos que ir andando. No me importa la distancia, ni que llevemos todo el día pateando la ciudad cubiertos de una capa pegajosa de sudor, arrastrando una mochila que en alguna ocasión ha estado a punto de tirarme de espaldas por el contrapeso. Lo que verdaderamente me inquieta es que el trayecto implica caminar en medio de una densa oscuridad, confiando -eso sí, por suerte- en los mapas de Estados Unidos que nos hemos descargado para el móvil. Un poco más animada porque Marc no ha cumplido su amenaza -“Si metes tantos libros en la mochila te encargas tú de llevarla”- y se ofrece a transportarla él, abro la marcha para asegurarme de que no me quedo rezagada.

Camino deprisa, no sé de dónde saco las fuerzas, quizás del miedo. Mientras atravesamos urbanizaciones solitarias sin alumbrado eléctrico -solamente tenemos para guiarnos la luz de la luna-, escudriño las ventanas -con banderita de Estados Unidos incorporada- por si algún yankee nos apunta con su rifle. Sé que suena irracional, pero tenemos la sensación de que nadie pasa por aquí caminando, a juzgar por la disposición de las casas, totalmente abiertas, sin setos, sin vallas, sin cortinas ni estores en las ventanas, por las que vemos a sus moradores sentados en el salón de casa, con la luz encendida y el torso desnudo. Siento que invado su propiedad privada.

No hablamos. Nos concentramos en llegar pronto a la carretera, donde mi angustia crece al comprobar que se acaba la acera y tenemos que ir por un arcén pequeñito, a oscuras y sin chaleco reflectante. Ya hace tiempo que hemos dejado atrás las últimas casas. Ahora la carretera bordea un bosque que queda a nuestra izquierda. Sale un animalillo de la espesura, nos mira fijamente y luego desaparece. Marc dice que es un gato. Yo digo que es un zorrillo.

De vez en cuando miro atrás y veo a Marc que consulta el mapa. Rezo para que no le falle su sentido de la orientación, y me encomiendo a la Holy Bible que la organización del hotel nos ha dejado tan amablemente en la mesilla de noche, mientras me vienen a la mente las risas de mi hermana cuando le explicamos el viaje que queríamos hacer. “¿A quién quieres engañar? Marisa, ¡¡que tú no eres mochilera!!”, yo me empeño en que sí, y ella venga a decir que no. Ahora este recuerdo me asalta como una cruel venganza del destino. “Al final va a tener razón”, pienso, mientras me deslumbran de nuevo los faros de un coche que pasa a toda velocidad. Cada vez que esto ocurre corremos a desplazarnos a la izquierda, caminando por el bosque, porque no nos fiamos del estrecho arcén de asfalto ni de la destreza al volante de los americanos. No nos ven hasta que no nos tienen encima, y ya se sabe que más peligroso que los bichos del bosque puede ser un conductor asustado.

Por fin la carretera llega a la altura de la autopista. Pasamos por debajo de ella, mientras sobre nuestras cabezas los motores rugen como haciendo alarde de potencia. Justo cuando las piernas me empiezan a fallar -se me ha instalado un dolor agudo en los tobillos y los riñones-, Marc proclama que el motel está delante. Levanto la cabeza y veo las luces de neón parpadeando, anunciando el final de la función.

6 comentarios

Archivado bajo Estados Unidos, Viajes

Gangster’s paradise

Hasta hace unos días, antes de plantar los pies por primera vez en la ciudad, Chicago me evocaba, fundamentalmente, dos cosas: el mundo de los gángsters, con el que he tenido escalografiantes experiencias gracias al cine, y una persona en concreto: Charlie.

Cuando Marc y yo hicimos nuestro primer viaje largo juntos -a Egipto, durante el verano de 2004-, conocimos a un americano peculiar. Infiltrado en nuestro grupo de españoles, Charlie me contó durante el vuelo de Asuán a El Cairo que el propósito de su vida era viajar. Había nacido en Chicago en el seno de una buena familia; había conseguido un buen trabajo y ahorrar algún dinero, pero lo había invertido todo -piso, muebles, ropa, objetos personales- para dilapidar su pequeña fortuna en viajes. Así había venido a España, donde después de haber vivido un tiempo en Barcelona había decidido embarcarse de nuevo en un avión para conocer Egipto. Me dejó fascinada. Y más aún cuando, tras preguntarme él que cuándo había nacido y responderle que el 20 de septiembre, vi que abría los ojos como platos y me decía que él también. El mismo día del mismo año, los dos estábamos naciendo prácticamente a la misma hora, cada uno en una punta del globo. Como en el guión de otra película Amélie.

Tras un tiempo intercambiando e-mails en los que Charlie me iba contando sus peripecias, le perdí la pista tras su viaje a Malta. En su último e-mail decía que pensaba volverse a su país, y a partir de ahí, silencio. Un silencio que dura todos estos años.

Chicago me tenía reservadas dos pequeñas decepciones: una, ni huella de Charlie. No sé qué esperaba, quizás encontrarlo casualmente doblando una esquina, y que luego no nos conociera, y que yo le explicara, y ver que poco a poco le venía todo a la mente y se alegraba de veras, y por último intercambiar las direcciones correctas de correo electrónico para perder otra vez -y definitivamente- el contacto, un final sentenciado cuando hay tantos quilómetros de por medio y tan pocas posibilidades de alimentar la amistad -construida en poco más de una hora de vuelo con mi escaso inglés- con algún encuentro más.

Esto pensaba mientras dábamos vueltas por el Loop, la zona de los grandes rascacielos de la ciudad. Un final sentenciado. Como en las películas de gángsters, a las que automáticamente me enfrento haciéndome la idea de que el protagonista puede morir. Ser gángster es un oficio arriesgado, ya se sabe, por lo que a los 15, 30 ó 45 minutos de película, cuando ya me he encariñado con el personaje, me repito a mí misma que este tipo de películas no puede acabar bien.

Hablando de género negro. La otra decepción ha sido no poder seguir la huella del pasado gangsteriano de la ciudad. Para cuando encontré este recorrido temático por Chicago, ya nos teníamos que marchar. Quizás a la vuelta.

De momento, lo más mafioso que vivimos fue la conversación de un mexicano en el tren a Downtown. Joven y bastante feo y desaliñado, se sentó en el asiento de delante de nosotros sin ni siquiera vernos. Le suena el teléfono y es un amigo paisano.

-No…Sí…(…) Pues lo que tienes que hacer es para que no te agarren es cambiarte el nombre… Sí… Si te ofrecen trabajo en el restaurante, no digas que te llamas Roberto. Pongamos, por ejemplo, José Romualdo…¿Mande? Sí, así el sistema no sabrá que ya has sido deportado. Otra opción sería que te casaras con alguna de aquí (…) Yo conozco a una abogada de inmigración, déjame que le consulte, que de todas formas la tengo que telefonear para un asunto de mi sobrino.

Y así durante la media hora de trayecto. Marc y yo no hablamos o lo hacemos en voz muy baja, como para no interrumpir este golpe de realidad que, por otra parte, explica tan naturalmente el individuo de delante mientras de vez en cuando bebe un sorbo de su fanta naranja. El tipo no me gusta. Tiene facciones duras en el rostro y churretea la botella. Es lo más parecido a un gángster hispano… por ahora.

Arañas gigantes en el puente de hierro de Chicago

Skyline en Chicago

6 comentarios

Archivado bajo Estados Unidos, Viajes