Hasta hace unos días, antes de plantar los pies por primera vez en la ciudad, Chicago me evocaba, fundamentalmente, dos cosas: el mundo de los gángsters, con el que he tenido escalografiantes experiencias gracias al cine, y una persona en concreto: Charlie.
Cuando Marc y yo hicimos nuestro primer viaje largo juntos -a Egipto, durante el verano de 2004-, conocimos a un americano peculiar. Infiltrado en nuestro grupo de españoles, Charlie me contó durante el vuelo de Asuán a El Cairo que el propósito de su vida era viajar. Había nacido en Chicago en el seno de una buena familia; había conseguido un buen trabajo y ahorrar algún dinero, pero lo había invertido todo -piso, muebles, ropa, objetos personales- para dilapidar su pequeña fortuna en viajes. Así había venido a España, donde después de haber vivido un tiempo en Barcelona había decidido embarcarse de nuevo en un avión para conocer Egipto. Me dejó fascinada. Y más aún cuando, tras preguntarme él que cuándo había nacido y responderle que el 20 de septiembre, vi que abría los ojos como platos y me decía que él también. El mismo día del mismo año, los dos estábamos naciendo prácticamente a la misma hora, cada uno en una punta del globo. Como en el guión de otra película Amélie.
Tras un tiempo intercambiando e-mails en los que Charlie me iba contando sus peripecias, le perdí la pista tras su viaje a Malta. En su último e-mail decía que pensaba volverse a su país, y a partir de ahí, silencio. Un silencio que dura todos estos años.
Chicago me tenía reservadas dos pequeñas decepciones: una, ni huella de Charlie. No sé qué esperaba, quizás encontrarlo casualmente doblando una esquina, y que luego no nos conociera, y que yo le explicara, y ver que poco a poco le venía todo a la mente y se alegraba de veras, y por último intercambiar las direcciones correctas de correo electrónico para perder otra vez -y definitivamente- el contacto, un final sentenciado cuando hay tantos quilómetros de por medio y tan pocas posibilidades de alimentar la amistad -construida en poco más de una hora de vuelo con mi escaso inglés- con algún encuentro más.
Esto pensaba mientras dábamos vueltas por el Loop, la zona de los grandes rascacielos de la ciudad. Un final sentenciado. Como en las películas de gángsters, a las que automáticamente me enfrento haciéndome la idea de que el protagonista puede morir. Ser gángster es un oficio arriesgado, ya se sabe, por lo que a los 15, 30 ó 45 minutos de película, cuando ya me he encariñado con el personaje, me repito a mí misma que este tipo de películas no puede acabar bien.
Hablando de género negro. La otra decepción ha sido no poder seguir la huella del pasado gangsteriano de la ciudad. Para cuando encontré este recorrido temático por Chicago, ya nos teníamos que marchar. Quizás a la vuelta.
De momento, lo más mafioso que vivimos fue la conversación de un mexicano en el tren a Downtown. Joven y bastante feo y desaliñado, se sentó en el asiento de delante de nosotros sin ni siquiera vernos. Le suena el teléfono y es un amigo paisano.
-No…Sí…(…) Pues lo que tienes que hacer es para que no te agarren es cambiarte el nombre… Sí… Si te ofrecen trabajo en el restaurante, no digas que te llamas Roberto. Pongamos, por ejemplo, José Romualdo…¿Mande? Sí, así el sistema no sabrá que ya has sido deportado. Otra opción sería que te casaras con alguna de aquí (…) Yo conozco a una abogada de inmigración, déjame que le consulte, que de todas formas la tengo que telefonear para un asunto de mi sobrino.
Y así durante la media hora de trayecto. Marc y yo no hablamos o lo hacemos en voz muy baja, como para no interrumpir este golpe de realidad que, por otra parte, explica tan naturalmente el individuo de delante mientras de vez en cuando bebe un sorbo de su fanta naranja. El tipo no me gusta. Tiene facciones duras en el rostro y churretea la botella. Es lo más parecido a un gángster hispano… por ahora.