Salta: persiguiendo el «Tren de las Nubes»

convento san bernardo-salta-argentinaDejamos Tucumán en un autobús rumbo a Salta. Atrás quedan los perros enroscados que guardan cada estación; el campo amable, los árboles y sus nidos, los ranchos de vacas. Hay que algo que desentona: la basura, esparcida a ambos lados de la carretera, un mal endémico con el que las comunidades pobres parecen convivir. Hay coches abandonados en cualquier lado, y uno de ellos, con el capó levantado, bosteza de tedio mientras alguien le arregla el motor.

Pasan los campos de paja segada; las palmeras, los cactus, los eucaliptos, el maíz, la caña de azúcar, la soja. El autobús lo deja todo atrás, con su run run monótono. La gente dormita y las moscas se dan golpes contra los cristales. Algunas casitas son lindas y tienen jacarandas, macetitas y naranjos. Otras son de gente pobre que vive entre los desechos.

***

ruta-40-argentinaEn Salta hemos alquilado un coche que se cae a pedazos. Le hemos dicho a Ariel, el encargado, que queríamos un coche pequeño y barato, y nos ha dado un volkswagen Gol antiguo con el que nos hemos ido, felices, a hacer el recorrido que hace el famoso Tren de las Nubes. A los diez kilómetros nos hemos dado cuenta de que la aguja de la gasolina no funciona bien; a los veinte, el espejo retrovisor derecho ha dado un suspiro y se ha suicidado, colgando de un mísero cable que lo conduce, una y otra vez, a golpear la puerta. “Troc troc troc troc”. Con esta cantinela hemos recorrido más de 300 kilómetros, pasando por montañas negras recostadas como focas varadas, paisajes blancos -no es nieve, ¡es polvo!- y laderas bruscas que se desperezan en la mañana con sus barbillas de cactus sin rasurar.

salta-argentina-tren-de-las-nubes-ruta 40A la altura del poblado Gobernador Manuel Solá, nos topamos con un niño que vende artesanía junto a la carretera.

-¿Cómo te llamas?

-Alejandro.

-Estos tiestos, ¿son de tronco de cactus?

-Sí.

-¿Los haces tú?

-Los hace mi tía Lidia.

(Le compramos un tiesto, aunque luego no sabremos cómo llevárnoslo).

-¿Podemos hacerle fotos a tus cabritas?

-Sí… ¡Nomás que ya se fueron!

En efecto, las cabritas se han perdido a lo lejos, aunque su tintineo permanece un poco más en el aire, y una ráfaga de viento nos lo trae, como en sueños.

san-antonio-de-los-cobres-argentina-tren-de-las-nubesSeguimos, pasamos Santa Rosa de Tastil, Las Cuevas y Munano, y llegamos a San Antonio de los Cobres, la polvorienta localidad minera donde nos cruzamos con el Tren de las Nubes, el trayecto en tren más famoso de Argentina. Hemos ascendido sin esfuerzo. En ese momento no lo sabemos, pero nos encontramos ya a 3.775 metros de altitud. A los 3.500 metros desaparecen los cactus. A los 4.000 se nos abre la estepa. Finalmente dejamos la civilización y cumplimos otro de nuestros sueños. Somos cazadores de mitos. Entramos en la Ruta 40.

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El camarero de Tucumán. Una historia de realismo mágico

casino tucuman3Yo tenía una tía abuela que nació en Tucumán. Una foto en sepia tomada frente al Gran Casino lo atestigua. Como Marc, el árbol genealógico familiar torció una rama en un momento determinado para crecer también al otro lado del océano, donde parecía que la vida sonreía al emigrante, que llegaba a una tierra llena de posibilidades. ¡Cuántas maletas llenas de sueños subieron a aquellos transatlánticos!

La tía Aurora nació en Tucumán porque su padre, de nombre Francisco Ruiz, emigró a principios del siglo XX, deslumbrado, como tantos otros, por los destellos de un porvenir que luego se demostró que no era tan próspero. Si los antepasados de Marc salieron de la Pobla, los míos lo hicieron de la Puebla. En las tabernas, cuando el calor del vino subía a las mejillas, salía a relucir lo bien que se vivía en Argentina, donde la gente iba para hacerse rica. Y Francisco Ruiz se fue. La novia, de nombre Antonia, se quedó en tierra viéndolo partir con aquella maletita que prometió regresar repleta de billetes. Pasó el tiempo y él no volvía, pero un día llegó la carta con la que Antonia acudió a la Iglesia para casarse por poderes y reunirse en Tucumán, donde él decía que trabajaba de camarero, con chaleco y pajarita, en uno de esos cafés bulliciosos de la ciudad colonial.

Algpajaro exotico tucumanunos años después vinieron los hijos. Una fue mi tía Aurora; el otro, un niño que no hablaba y que sólo se comunicaba con un pájaro exótico que la familia no supo identificar. ¿Hay algo más bello? Me imagino cómo lo describiría una novela de realismo mágico: “el niño, al que no sabían cómo bautizar porque no querían llamar más a la mala suerte, creció solitario y libre, sin nombre y sin reglas, absorto en su mutismo tenaz e inocente, jugando a perseguir gallinazos. Un día, en el patio de la casa apareció un pájaro de pico corto y plumaje multicolor. El niño lo miró y dijo algo: ito..ito..ito… Y el pájaro le contestó con un chillido similar. A partir de entonces, el ave lo visitaba cada día en el patio; hablaban un rato en su idioma inventado y luego se despedían: ito…ito… Los padres decidieron ponerle Pepito, porque así creían que le llamaba el pájaro, y porque intuían que estaba pronta su hora”.

Efectivamente, el niño murió. Mi tío tiene que estar enterrado en algún cementerio de Tucumán. Por aquí hemos vagado, preguntando por camposantos de principios del siglo XX, persiguiendo fantasmas azules y cándidos, que no quisieron hablar con los de su especie. La historia, verídica, me ha recordado al personaje de Rebeca Buendía en Cien años de soledad, la niña de diez años que no hablaba y creyeron sordomuda, que sufría pataletas y sólo se alimentaba de tierra y cal de las paredes.

cementerio del norte tucuman tumbaLa tumba no la he encontrado, pero por fin he visto qué aspecto tiene la ciudad por la que transitaron mis parientes hasta el día en que Antonia, cansada de tanto “libertinaje”, vistió a mi tía Aurora con sus mejores galas, le puso un mantón de manila y la embarcó para España. Los tucumanos las despidieron llorando, mientras mi tío siguió en el bar, enfermo, llenando la maleta de billetes que después se gastaba en medicinas. La ciudad se quedó un poco más vacía; sin Auroras infantiles, sin Antonias puritanas ni niños mágicos. El pájaro, sí, quizás; el pájaro que quedaría carraspeando retahílas que ya, con el niño muerto, nadie sabe traducir.

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Populismo y otros demonios. Política argentina en decadencia

barrio-la-boca-buenos airesUn post que no será políticamente correcto. Eso es lo que intuyo que será mientras tecleo palabras en el ordenador, sin pensarlas demasiado. Dejo lugar a los lapsus, a los errores ortográficos, a meteduras de pata. Pero lo acepto porque no tengo demasiado tiempo; hay muchas cosas que contar y los días pasan como cometas. Aprovecho la siesta de Marc (aquí son cinco horas de diferencia), y me coloco el ordenador en el regazo, en posición de loto, mientras pienso en el tema que me sugiere mi compañero: “podrías hablar de política”. Pies, para qué os quiero. No vengo como corresponsal, y eso determina el modo en el que me acerco a la actualidad argentina. No consulto la versión oficial y sólo tengo la que se respira en la calle. Sesgada y puntual. Pero igualmente resulta interesante.

Pienso que el argentino de clase media, el que tiene un nivel cultural, estudios universitarios, posiblemente un buen empleo, una casa, un coche, unos sueños, ya no está satisfecho con el mandato Cristina. Los K, como les hemos oído llamarlos, han puesto en marcha unas políticas que ellos llaman de izquierdas, porque representan subsidios para los desterrados, los que no tienen nada, los que viven en casas de chapas en las afueras de las ciudades. Obviamente, no todas las medidas están enfocadas a los pobres, pero sí las más escandalosas: asignación familiar por hijo, incluyendo la asignación a mujeres embarazadas desde 12 semanas de gestación. Medidas peligrosas que no sé si solucionan la pobreza; más bien suenan a populismo, al voto cautivo, a programas que ya conocimos en España con el PSOE -¿se acuerdan del cheque bebé?-, y a conceptos como la flamante “renta básica” que propuso Podemos.

argentina-barrio-boca-puertoGobernar no es fácil, y hay que pasar examen cada equis años, así que la tentación de medidas efectistas es grande. Cristina ha dejado cosas buenas -más escuelas, programas para la repatriación de científicos -cerebros fugados-, compra de material ferroviario en lo que parecía una apuesta por el tren, abordaje de los abusos de la dictadura o el apoyo a la clase trabajadora. Pero en la otra cara de la moneda se encuentra la mordaza a los medios de comunicación, la manipulación de las cifras económicas y la certeza de que Argentina no se puede sostener comprando trenes a España y Portugal sin haber arreglado las vías, bajando la edad de jubilación para algunos colectivos a los ¡50 años! y fomentando la compra a crédito, desde un billete de avión a una prenda de vestir. Este aparente esfuerzo por erradicar la pobreza, ¿por qué no se ve en los barrios? En el país las infraestructuras se caen a pedazos, por ejemplo en La Boca, pero un paseo por el rico barrio de la Recoleta es un contraste dramático. Los ricos sí necesitan limpieza y orden alrededor. Y las calles no se quedan sin asfaltar.

La política energética, por otra parte, también es significativa, por ser cero. Argentina es ya importadora neta de petróleo, pero sigue manteniendo el precio de la energía llamativamente bajo. En vez de concienciar y fomentar el ahorro, todas las políticas parecen enfocadas a una huida hacia delante, al consumo falsamente mantenido.

Argentina se tambalea. Yo no me imaginaba que tanto. Pero al regresar de Uruguay pasamos por el hostal de los gatos. Allí estaba Elena, despistada como siempre, simpática y entrañable tocándose el flequillo cuando piensa y pegando saltitos cuando despide a alguien. Nos enteramos de que preparaba las cosas para marcharse a Brasil. Un futuro incierto, una huida; un empezar de nuevo para una persona a la que estas cosas no le dan miedo. Pero su marcha me deja triste. Ella es como el capitán de barco que abandona el buque y lo observa zozobrar desde la orilla: una náufraga sin naufragio.

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El rastro de los antepasados. ¡Nuestra familia argentina!

san pedro buenos aires argentina2Las fechas a veces son importantes. Un 17 de agosto de 1850, exhalaba su último suspiro, como se suele decir, el general José San Martín, figura emblemática de la historia de Argentina, donde se le conoce como el Padre de la Patria y como El Libertador. Tenía más o menos mi edad cuando se puso al servicio de la Independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata -Argentina-, por lo que aquí se le recuerda marcando en el calendario como feriado el día de su muerte. Cien años después de su fallecimiento, es decir, el 17 de agosto de 1950, un matrimonio catalán -él, Marcelino, oriundo de La Pobla, ella, Pilar, de Palafrugell- desembarcaba en la ciudad de San Pedro de Buenos Aires, después de casi un mes de travesía por el océano. Atrás dejaban una montaña de dudas y temores, la seguridad del núcleo familiar y la tierra que tanto amaban. Que no sabían que tanto amaban.

Pasaron muchas cosas, algunas muy tristes. Hubo pérdidas y conflictos, y Pilar, ahora casi centenaria, sobrevivió. Y un día, exactamente 65 años después de su llegada al que sería su nuevo mundo, un 17 de agosto de 2015, alguien llamó a su puerta venido de ultramar.

***

pilar serra batlle“A ver… ¿a quién se te parece este chico?”, le pregunta Noemí a la abuela Pilar, su suegra. Hemos venido a buscarla al centro donde reside. Nerviosos, hemos esperado hasta que la cortinilla se ha abierto y ha aparecido la anciana, flacucha pero ligera, que ahora avanza hacia nosotros con curiosidad.

“Mmm… no sé”.

“¡Es el nieto de Melchor!”

“¿En serio?”

“¡En serio!”

Y Pilar abre unos ojos como platos y se alegra, y nos besa y nos abraza, y se pone a hablar de aquellos años, de cómo la acogieron los tíos de su marido Marcelino, hasta que ellos pudieron abrirse camino y hacer su casa y progresar.

Por el saloncito pasan los recuerdos. Marcelino paseando por la calle, alegre y bromista, y todos saludándolos con un “¡Señor Navarri!”, y quizás un toque de sombrero. Cruzando una calle cualquiera de San Pedro, entrando en el bar y protestando con sorna: “¡eh, que no me han puesto mi vinito!”

Haciendo el payaso, le gustaba hacer de torero, contar chistes y bailar. Una vez, en un velorio, intentando alegrar un poco el ambiente, echó mano de sus imitaciones de torero, que nunca le fallaban, pero con la mala suerte que tropezó y casi deja caer el ataúd con el muerto dentro.

En Carnaval se escondía bajo la camisa globitos llenos de agua, pero cuenta Pilar que siempre acababan mojándolo a él. “Hablaba mucho, y tenía un caracter muy lindo”, “muy lindo”. Y se queda pensativa. Cuando nos despedimos, agarra a Marc por las muñecas y rompe a llorar, y Noemí la abraza y la consuela. Lloramos todos, sobre todo cuando el coche arranca y queda la imagen de ella diciéndonos adiós, agitando su mano huesuda entre los barrotes de la reja.

familia navari emigrantes san pedro buenos aires argentinaCon Pilar y Noemí hemos logrado dibujar el árbol genealógico de la familia, tarea nada fácil, dado que los bisabuelos de Marc, Francesc y Josefa, tuvieron diez hijos. Uno de ellos, Marcel·lí, fue el que emigró a América, si bien no fue el primero. En 1800 un primer pallarès de apellido Navarri cruzó el charco para llevar una vida que parece sacada de la película Leyendas de pasión.

Aventurero e inconformista, con ansias de abarcar el mundo ante sus ojos, marchó a la Patagonia sin rumbo fijo ni trabajo ni meta. Una Patagonia que, si ahora está desierta, en el siglo XIX era un territorio casi inexplorado, altamente solitario y hostil. Este Navarri viajero ha pasado a los anales de la historia familiar sin nombre conocido, porque confiesa Pilar que cuando ellos llegaron a Argentina él ya se había ido, y no lo llegó a conocer. Sólo sabe que anduvo vagando por la Pampa, comiendo lo que podía y durmiendo donde le agarraba el momento, refugiándose bajo los puentes y viviendo entre las ovejas, que muchas veces eran su única compañía.

Alguna vez volvió a San Pedro para intentar sentar la cabeza. Sabía que su cuñada se había quedado sola y quiso casarse, pero ella lo rechazó y preferió quedarse sola criando a sus hijos. Entonces el Navarri aventurero se dio la vuelta y se marchó. Otra vez buscó el consuelo de la árida Patagonia, de los vientos fríos y la ballena franca austral.

Quizás un día volvamos a Argentina, como hizo Bruce Chatwin en In Patagonia, siguiendo las huellas de un antepasado misterioso. Quizás en algún lugar algún viejo gaucho recuerde el nombre que pronunció su padre: “ah, sí, Navarri, estuvo esquilando ovejas con mi viejo”. Aquí hay una historia, y las grandes historias no se pueden dejar pasar.

foto para el recuerdo famiia navarri argentina

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Al camarero del barrio de La Boca

barrio-la-boca-marcLa Boca es un barrio triste desde lejos, cuando aún no has visto las paredes de chapa arrugada pintadas de mil colores. Es un barrio triste sin conocerlo, cuando subes al autobús que te lleva a la calle Caminito y vas observando la larga cola de argentinos, unos de toda la vida, otros recién venidos, que van subiendo al vehículo con desgana, pasan su tarjeta SUBE por la maquinita y dicen en voz alta, mecánicamente y a nadie en particular: “a La Boca”.

En el bus hay que especificar dónde te bajarás; un cartel te lo recuerda: “Por favor, no diga el monto, diga el destino, no comprometa al conductor”. Y así, poco a poco, el vehículo se llena de boqueños apretujados, vestidos humildemente, que bostezan y se quedan mirando un punto cualquiera del paisaje archiconocido, archirrepetido; una ciudad que les pasa ante los ojos. “A La Boca”. “A La Boca”. “A La Boca”. Ya no cabemos más. Pero una chica jovencísima acaba de subir con un bebé en los brazos, un nene que no alcanzo a ver entre mantitas, sabanitas y gorritos rosados. “¡Dejen asiento a la señora!”, chilla el conductor. Aquí en Buenos Aires es sagrado cederles el asiento a los ancianos, las mujeres embarazadas y las que arrastran a algún crío. Me levanto y le dejo mi sitio, pero ella pasa frente a mí indiferente, sin mirarme siquiera. Se sienta y se queda mirando el mismo punto inexistente que miramos todos, entretenida en arreglarle de vez en cuando la mantita al bebé, que sólo asoma las manos. Un pensamiento perverso me cruza la mente: “¿Y si es un bebé de mentira?”.

Barrio-la-bocaEl autobús va a un paso lento, en silencio, todos vamos tristes o con sueño. Cuando a la izquierda vemos el río, sabemos que La Boca está ahí, al menos la amable, la que se puede enseñar al turista sin miedo. Entonces aparecen los puestecillos callejeros, los camareros que te sacan a bailar tango y posan, coquetos, ante el objetivo, para que puedas decir que has estado en La Boca, esta es la prueba, pendejo.

Pero esta Boca no es La Boca, qué va a ser. Recorres los bares de este cruce multicolor, tan alegre y bullicioso que parece artificial, y llegas a la Bombonera, el club del Boca Juniors, donde aún hay turistas y cámaras y souvenirs. Pero después doblas una calle y luego otra y luego sigues, y cruzas la vía del tren que me parece que fue el origen de todo, y llegas a un barrio donde las casas apretujadas con paredes de chapa no tienen por qué ser amarillas, azules o rojo carmesí. Y hay un auto hecho polvo en la puerta, y un chico en pantalón de chándal te mira, curioso, pero con una curiosidad que dura sólo unos segundos, porque tiene cosas más importantes que hacer. Y pasas por una pintura mural reivindicativa, y luego otra vez por la vía del tren, donde un matrimonio taciturno prepara a la parrilla algunos tentempiés, indiferentes al tren que pasa con estrépito a su lado, al que no ven porque el humo los envuelve, espectrales, pero ellos sí que ven la carne quemándose en el asador, no sé cómo lo harán, eso de darles la vueltita, si no se ve nada. El tren pasa traqueteando y ellos se ven cada vez más chiquitos, dando otra vueltita a la salchicha que nadie compra. Entonces pasamos por un escaparate que deja ver un barecito bien feo, con un joven camarero tremendamente peculiar que cojea y que nos atiende tan solícito, y Marc y yo pedimos una hamburguesa y un plato de pasta, mientras las hormigas campan a sus anchas por la mesa y sabe Dios por qué no se suben al plato. Y entonces pienso que qué mejor sitio donde dejar los pesos, y que por fin estoy en La Boca, carajo.

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Argentina espera el corralito

buenosaires-barrio-palermoTengo una ventana en Buenos Aires por la que me escapo por las noches. Mientras tratamos de dormir, se nos cuela la ciudad entera en esta habitación de techos altísimos, paredes frisadas y puertas de madera que chirrían y dejan entrar a los gatos de Elena.

Cierro los ojos y me deslizo a través de las cortinas, accedo a la calle ruidosa, recorro a pie la Avenida 9 de julio, llego a la Plaza de Mayo y aguardo a las madres abnegadas que aún se concentran cada jueves para pedir justicia social. Miro hacia la Casa Rosada: detrás de alguna de esas ventanas puede que esté Cristina, como la llaman sin ningún tipo de problemas los argentinos, dando órdenes, leyendo un artículo de prensa, consultando con su equipo las posibilidades que tiene de ganar otra vez las elecciones. Desde su ventana quizás se vea la pancarta que dice: “Cristina, 100% orgullosos”. Acaban de pasar las primarias y Buenos Aires ha amanecido una vez más cubierto de pancartas electorales: el Frente de Izquierdas, los verdes…

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Los periodistas han acudido a la plaza de Mayo a hacer entrevistas. Los veteranos de guerra se concentran a unos metros para no caer en el olvido. Y los porteños continúan abarrotando los cafés, los boliches, los restaurantes que sirven bife mientras ellos pueden hablar de fútbol o política. Unos confían en Cristina; otros comentan con sorna que “Cristina ha dicho que en Argentina no hay tanta pobreza, que hay más en Alemania”… y ríen, se encogen de hombros, para finalmente admitir que esperan el corralito.

“No pasa nada. Europa vive una crisis cada 40 años. Argentina cada diez. Ya estamos acostumbrados”. Viven pendientes de la actualidad pero sin agobiarse, consultando a cómo está el peso, tanto el oficial como el del mercado negro -el blue, un cambio no oficial que se acepta oficialmente-; asumen la inflación en sus vidas y se sorprenden de que nuestros sueldos sean los que son. Parecen un poco decepcionados. “Yo pensaba que el sueldo medio en España sería casi de 3.000 euros…”, nos comentó un joven estudiante en la cola del autobús del aeropuerto. Y con esa naturalidad tan argentina, con una generosidad que te avergüenza, no te deja que saques tus malditos euros, los únicos que te has traído de España; no quiere que busques un sitio donde te los quieran cambiar. Saca su tarjeta SUBE y te invita al trayecto. No acepta tu billete ridículo, extendido hacia él como un puente ruinoso y fláccido, un insignificante papel que ahora queda como la prueba inequívoca de la derrota.

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En qué pienso mientras corro

Murakami puso de moda la frase “De qué hablo cuando hablo de correr”, porque ese es el título de su libro sobre este deporte que tantos practican. Yo no. Yo solo corrí una vez cuando fui al instituto y había que correr media hora seguida para aprobar la asignatura de Educación Física. Así que durante varias semanas estuve entrenándome en el parque con mis compañeros de curso, avergonzada por mi nula velocidad aunque aceptable resistencia, mientras mis admirados adonis, musculados gracias a tantas horas dedicadas al fútbol, baloncesto y no sé cuántas cosas más, me pasaban una y otra vez, dándole la vuelta al circuito. Yo no podía ni respirar, pero ellos saltaban, charlaban entre ellos y hacían cabriolas.

Hoy hacía un día tan hermoso que he tenido que salir a correr. Me he puesto la música y he dejado que Red, Bonnie Tyler, U2 y otros cantasen para mí. El mundo se ha parado mientras yo corría siguiendo ese mar tan azul de los días luminosos. Me he acordado de Murakami, cuando dice eso de que Mientras corro, tal vez piense en los ríos. Tal vez piense en las nubes. Pero, en sustancia, no pienso en nada. Simplemente sigo corriendo en medio de ese silencio que añoraba, en medio de ese coqueto y artesanal vacío.arenys-de-mar

Yo puedo decir que pensaba en el mar, porque era el protagonista absoluto de mi paisaje. De lejos se le ve enorme, majestuoso, inmóvil. Una franja azul pintada en un cuadro, con la espuma de las olas detenida en ese momento en que están a punto de romper. Con la textura transparente de un vaso de agua. Con la línea del horizonte arrodillándose bajo el cielo, también azul, pero pálido y sin ganas.

He pasado al lado de parejas que corrían, niños que jugaban, ciclistas, jubilados, perros con correa, carritos de bebés, policías. Todos estaban en movimiento, pero a mí me parecían solo figurantes, puro atrezzo para una película que transcurre fuera de las coordenadas del espacio y el tiempo: la película de mi yo, corriendo. Estaba triste y apática, pero me he sentido mejor cuando Freddy Mercury me ha cantado al oído, y el mar estaba más cerca y he podido ver que se movía.

Cuando estás triste lo mejor que puedes hacer es lo que hace el mar: no dejar de moverte. Aunque sea en la aparente monotonía del movimiento de las mareas. Moverte y no dejarte morir como agua estancada.

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Nos vemos en Valparaíso. La ciudad bohemia del arte, los libros y los terremotos

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Un par de días antes de que llegásemos a Valparaíso, la ciudad había temblado. Por enésima vez, como muchos otros puntos sensibles en Chile. Nosotros estábamos en el Valle de Elqui y no sentimos nada. Mientras los cerros de Valparaíso se sacudían, yo leía un libro sobre un terremoto: el que ocurrió en 2010, que fue el más largo de la historia y tuvo consecuencias devastadoras en el sur del país.

Nuestros nuevos amigos chilenos Carolina y Manuel me habían regalado un ejemplar de El Mercurio para que me lo llevara de recuerdo. Y entonces vi la noticia en portada. Al momento de ocurrir el temblor se disputaba el partido entre Unión Española y Universidad de Concepción. Muchos espectadores se levantaron de las gradas, pero el encuentro se continuó celebrando. “¡Ha habido un terremoto en Valparaíso!”, exclamé, no sé si preocupada. “Ah, sí”, me dijo Manuel tranquilamente. “Sólo 6,4 puntos en la escala de Richter”. Claro, para un chileno los terremotos son rutina. Hace cuatro años fue otra cosa: 8,8 puntos; dos minutos de duración. Todo el mundo se acuerda de lo que estaba haciendo ese día. Michel, por ejemplo, estaba en Coquimbo. Cuando el suelo comenzó a moverse bajo sus pies buscó algo a lo que agarrarse, pero todo parecía más inestable que sus pies. Tuvo que esperar a que pasara el terremoto separando las piernas, para así evitar que las sacudidas lo tiraran al suelo. Afuera había una piscina, en la que se producían pequeños tsunamis.

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En Valparaíso la gente se acuerda del terremoto de 2010, y los periodistas culturales de España, también, porque iba a celebrarse el Congreso de la Lengua Española de Valparaíso, que finalmente no pudo ser. Hasta esta ciudad bohemia comenzaban a desplazarse todos los culturetas del viejo mundo: académicos, expertos del Instituto Cervantes, escritores, periodistas, políticos. A mí me gusta especialmente una escena concreta que leí y que tengo en la cabeza desde entonces: la lujosa habitación de hotel agitándose como un cóctel mientras Víctor García de la Concha se vestía tranquilamente y hasta se peinaba mirándose al espejo epiléptico. ¡Seguro que exageraba!

Marc y yo hemos paseado por estas calles soñando que buscábamos una casa para comprar. No nos han disuadido ni las empinadas escaleras de colores de los albergues ni los inquietantes carteles de evacuación en caso de seísmo y el tsunami posterior. Los únicos temblores que ahora nos parecen reales son los que provocan los famosos pisco-sour chilenos: el terremoto y la réplica. Humor negro para quien está acostumbrado a lidiar con las fuerzas naturales.

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Afuera el día está nublado pero entran ganas de quedarse hasta que salga el sol por las montañas, escale el Cerro Alegre y suba a Concepción, para luego morirse en la bahía. A una le entran ganas de hablar con los viejos que recorren las calles con una caja de música a manivela, los que conducen los ascensores centenarios como quien lleva una locomotora, los que regentan las pequeñas librerías de libros viejos y usados que huelen como olían los cajones prohibidos de mi infancia; los que venden regaliz en una manta en el suelo, los que tocan la guitarra en una esquina fea y triste; los que no puedo ver porque se esconden en sus casas. Casas de maderas pintadas que hacen equilibrios en la montaña y le hacen guiños al mar. Los jóvenes algo deben contagiarse de esta atmósfera de cuento legendario, porque andan pintando murales que contienen todos los colores del mundo y van componiendo canciones en las terrazas.

No tengo suficiente tiempo, no me da tiempo, quiero tener más tiempo para aburrirme de esta ciudad. “Son muchos los extranjeros que vienen de visita pero ya no se vuelven”, me dijo René, un músico de Valparaíso al que le compré su música. Marc y yo nos reímos, pero en el fondo sentimos un poco de miedo, un leve mareo, ese aguijón envenenado que se te clava en el cuerpo y con el que te atreves a preguntar: “¿Y si…?” Tal vez nuestro sitio no esté aquí, pero este sitio nos lo llevaremos. Así que, amigos del puerto, artistas callejeros, niñas de uniforme azul, periodistas que salís de la sede de El Mercurio sin saber que sois observados: quizás algún día nos estrechemos las manos. Cuando vuelva, cuando regrese; cuando os reclame mi corazón.

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Ovnis y estrellas. El tiempo detenido en Valle de Elqui. La familia de Vicuña

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No sabíamos que íbamos a tener una familia en Vicuña. Que una pareja chileno-belga nos iba a adoptar. Pero nuestro recorrido se detuvo en el Valle de Elqui, donde sólo íbamos a estar de paso. Porque sólo queríamos ver los astros del Norte Chico que no logramos observar en el desierto. Ver los planetas y marchar.

Michel y Luz Marina no tienen un hostal, tienen una casa de acogida. Viven en medio del microclima de Elqui, un paisaje precioso rodeado por montañas que más bien son una pared vertical. En el desayuno nos ponen huevos de sus gallinas, que comparten el corral con los perros, los gatos y el cordero. Su nana les trae pan amasado; hacen su yogur, su chicha, tienen el zumo de sus naranjas y su palta -aguacate- suave para untar. El primer día unas nubes inoportunas se instalaron en el valle. “¿Se quedan una noche más?” La excusa fue la observación de las estrellas, el asado que nos prometieron, que se nos hizo muy tarde o muy temprano, que ya no da lugar. Lo cierto es que cada día nos preguntaban lo mismo, y nosotros decíamos que nos teníamos que marchar. Pero siempre permanecíamos, y así, como San Pedro, negamos hasta tres veces, traicioneros, para al final decir que sí. El gallo nos lo recordaba cada mañana.

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***

La tercera noche nació sin luna. Fuimos campo a través con Carolina y Manuel. Tres visitas antes, Carolina fue huésped de este peculiar Hostal Luz del Valle; ahora es amiga fiel. En el planetario natural del centro astronómico Alfa Aldea nos dieron unas mantas y un caldito y nos llevaron bajo la cúpula estrellada del mundo, mientras los grillos rompían el silencio frotándose los pies. Avanzamos a oscuras sin poder vernos las caras. Había que llegar al anfiteatro donde estaba el telescopio. La Vía Láctea nos saludaba desde arriba con uno de sus brazos.

Aquella noche aprendimos a leer y a escribir. Vimos las señales del norte y del sur de nuestro barco a la deriva; seguimos a un satélite y dijimos adiós a una estrella fugaz. Saludamos a Altaïr y al Águila; dibujamos a Capricornio, a Sagitario y a Escorpión. Marte nos observaba con su luz rojiza, y Saturno hizo brillar sus mil anillos para que comprobáramos que existían de verdad. Un pensamiento te martillea la cabeza: la emoción, la casi certeza de que es imposible estar solos en esta inmensidad.
-¿Y cuántas galaxias hay?-, preguntamos.
-Más que granos en la arena, me refiero a la arena de todas las playas y de todo el mar.
-¿Alguna vez ha visto a un ovni?
-Puede ser. Muchas veces una está apuntando al cielo con el telescopio, y ve objetos que no sabe identificar. A veces ve estrellas que en realidad ya han muerto, pero nos ha llegado una ilusión óptica: su luz viajando a través de tantos millones de kilómetros.
-Quizá cuando nuestro reflejo llegue a otros ya estemos muertos- dijo algún cenizo.
-Quizá.

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La trampa del desierto florido. Hacia el valle del Elqui

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Seguimos conduciendo por la Panamericana hacia el sur, siempre al sur. Estamos cruzando el Norte Chico. En este lugar, si los meses previos ha llovido, el invierno te regala una de las estampas más extrañas y más bellas de la naturaleza: el nacimiento de flores en el desierto. Los chilenos lo llaman “el desierto florido”, un fenómeno que atrae la atención de los curiosos, que de otra manera no se internarían en este paraje de desolación. Angélica, la dueña del restaurante Capri, de Vallenar, ya nos lo dijo: “nosotros rezamos para que cada año haya desierto florido, porque así la carretera nos trae a los turistas”. Marc y yo nos sentimos afortunados, porque a derecha e izquierda ya asoman las primeras flores de la primavera del desierto: un manto rosa o violeta que a veces, en la lejanía, se vuelve tan intenso que parece un retoque fotográfico.

No podemos resistirnos a hacer una foto, y entonces, ocurre una pequeña desgracia. Al salirnos del asfalto, nuestro pequeño cochecito se queda atrapado en las arenas blandas. Marc acelera, y una nube de polvo y tierra se levanta unos metros a nuestro lado. Nos entra arena dentro del vehículo. No vemos nada. Salgo del coche para ver cómo es que patina tanto la rueda, y entonces la veo hundida hasta la mitad, prácticamente enterrada. Yo, que soy bastante asustadiza y con tendencia a la tragedia, pienso que no tenemos ninguna posibilidad, y me llevo las manos a la cabeza. Marc está ya buscando con la mirada alguna piedra que sirva de rampa…

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Afortunadamente, en seguida vienen a socorrernos. No ha hecho falta llamar a nadie, parar un coche en la carretera, caminar hasta la próxima gasolinera o lanzar una bengala. A pesar de que la noche está cayendo, o quizás por eso, dos todoterrenos se paran rápidamente junto a nosotros. Tres chilenos gentiles que nos salvan. Llevan cuerdas y ganchos. Uno de ellos mira mi cara de apuro, debe ver lo ridícula que me siento, y me tranquiliza: “Aquí la arena es de relleno, no tienen por qué saberlo”.

No tienen por qué saberlo. Cinco palabras milagrosas que me reconfortan. Les damos las gracias y seguimos nuestro camino hacia el Valle del Elqui. No sabemos dónde dormiremos, pero ahora eso parece tan nimio… Cuatro horas más tarde, a la altura de La Serena, nos volvemos a encontrar a nuestros salvadores en una gasolinera. Es otra de las sorpresas que te reserva la Panamericana. Nos damos todos la mano, nos reímos, comentamos la casualidad y nos deseamos buen viaje, buen destino. El nuestro, por fin, ya lo sabemos: Hostal Luz del Valle, en Vicuña. Un nombre sugerente en un entorno famoso por su buena onda: dicen que en el Valle del Elqui hay una energía especial, que la riqueza de minerales de la tierra te recarga las pilas. Que la gente es amable y risueña. Parece un buen sitio para descansar de esta larga noche que llueve, que nos persigue sin estrellas.

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