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El desierto más árido del mundo. San Pedro de Atacama y Valle de la Luna

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“Qué te gustan los desiertos, hija…”, me dice mi madre. Pues la verdad es que sí. Me siento bien en ellos, me ayudan a desconectar. Logran maravillarme y que sienta que esta vez la naturaleza gana la partida, que la mano del hombre no la puede doblegar. Cuando me enteré de que el desierto de Atacama era el más árido del mundo, supe que debíamos conocerlo. Así que giramos hacia Calama, el motor de la riqueza de Chile con sus minas de cobre. Son las que han salvado al país tras el fiasco de la sal.

Dejando atrás la vorágine de esta industria, kilómetros y kilómetros en los que parece que no queda montaña por perforar, se llega a San Pedro de Atacama, donde por fin encontramos el silencio y la paz. Aquí, a más de 2.400 metros sobre el nivel del mar, sabemos que nuestro viaje pone la pausa, así que nos dejamos mecer por el aire caliente, remojándonos los labios, que están resecos, antes que la noche ponga los termómetros en negativo y tenga que dormir con las rodillas contra mi pecho, que todo puede ser. Mientras el tiempo va, pasito a pasito, pasando, la mañana nos acomapaña envueltos entre muretes de adobe y árboles chañares, porque San Pedro es un pueblito hecho de cañas y barro, como seguramente se hizo mi querido Macondo, aunque a los atacameños les costaría un enorme esfuerzo imaginarse el Caribe y el mar.

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El pueblo atacameño ama esta tierra porque es la de sus ancestros. Tienen una lengua muerta, la que hablaron sus antepasados indígenas, y veneran los paisajes espectaculares que les ha regalado este trozo de desierto, que ellos creen que desprenden una energía especial. Uno de esos mágicos lugares es el Valle de la Luna, al que nos dirigimos ahora con ropa de abrigo, agua y un libro para leer mientras esperamos que el sol se ponga tras los volcanes. Es verdad lo que cuentan: el desierto blanquinoso que nos acompaña hasta la cima luego se tiñe de rosa sin pudor.

De regreso a San Pedro de Atacama tenemos que encender la linterna para hallar el camino. Vamos levantando la arena polvorienta de estas calles de otro siglo, con cuidado para no caer en alguna de las acequias con las que los lugareños riegan precariamente. El agua es un bien escaso. Cuando llegamos al pequeño riachuelo marrón que nos separa de nuestro albergue, La Kasa del Río, me preparo para volver a cruzar el frágil puentecillo de flojas tablas. San Pedro se ha quedado mudo y a oscuras, pero sólo son las siete. Ahora el recuerdo de Macondo se desvanece a favor del de Comala, ese pueblo que recrea Juan Rulfo para dotarlo de silencio y de fantasmas.

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La librería móvil de Jorge Pineda: un oficio singular en Chile

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-¿A dónde vamos, Pa?
-¡Adonde nos lleve el viento!
Parece una utopía, pero no lo es. Jorge Pineda -y su hijo, con mismo nombre, y que gustoso herederá este oficio singular- se dedica a vender libros por los pueblos a lo largo y a lo ancho de Chile. Su librería móvil ha recorrido ciudades importantes y otras más humildes, como Vallenar, aún en el Norte Chico, donde estamos ahora. Cada vez que pasan por un lugar escriben su nombre en la vieja camioneta: en el capó, el maletero, por toda la carrocería; como en una suerte de frugal diario de viaje, que sin embargo les permite atesorar un montón de recuerdos.

Ahora están en la plaza del pueblo, donde llevan dos meses, todo un récord para su periplo, porque nunca están más de un mes en una localidad. “¿Y da para vivir?”, pregunta Marc, haciendo ya sus cábalas. “¡Por supuesto!”, exclama el hijo Jorge. “Ten en cuenta que nosotros vamos a buscar a nuestro público, no son ellos los que tienen que venir. Hay pueblitos que no tienen librería, y allá vamos nosotros a llevarle sus libros queridos”. A todo esto se acerca una señora.
-¿Tienes El alquimista?
-No, no me ha llegado… De Paulo Coelho, ¿sí?
-Ya, ya…, ¡chao!

Jorge nos enseñó su librería, de la que está especialmente orgulloso por ser única en Sudamérica. Entra adentro y saca un libro titulado 21 sueños, un delicioso recopilatorio de los oficios más originales de Chile. «Sale mi padre», nos comenta. Es verdad. Así le ponemos cara al alma mater del negocio, que a esta hora estará probando una buena cazuela de vacuno y un pollo con ensalada en el restaurante Capri (nosotros haremos lo mismo en un instante). Junto a su foto curioseamos las historias de otros valientes: la anciana que navega con su barquito por los gélidos mares de la Patagonia chilena y vende luego lo pescado; o el heladero del desierto, un hombre que con esta idea tan loca y sencilla le ha pagado la carrera a todos sus hijos.

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Carretera Panamericana: una ruta para conocer Chile de norte a sur

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Algunas carreteras justifican por sí mismas un viaje. Es el caso de la ruta 66 en Estados Unidos, la Highway 1 que recorre Californiaruta del Big Sur-, de la ruta 40 en Argentina o la carretera Austral en Chile. Son grandes obras de ingeniería para tomárselas con calma y sumergirse en el paisaje, que suele ser cambiante y bendecido por una naturaleza salvaje o caprichosa. La carretera Panamericana es una de ellas. Podrías conocer Chile de norte a sur. Podrías comenzar a recorrerla en Alaska y terminar casi en la Patagonia chilena. Podrías conducir a lo largo de miles de kilómetros y atravesar América entera: la del norte, la central y la del sur. Podrías visitar tantos países y tan variopintos que se merecerían estar en continentes diferentes.  Podrías, sin dejar de conducir, seguir la línea de grandes cordilleras como los Andes, guiarte por el sonido de las olas en los tramos en que la ruta pasa por la costa; atravesar desiertos, selvas y campos fértiles, padecer el calor o el frío de los hielos.

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Estamos conduciendo hacia las estrellas. Dicen que en el Norte Chico de Chile se encuentran los mejores cielos para verlas. Saliendo de Santiago, la Panamericana es una carretera moderna que discurre entre dos hileras de montañas. Tan moderna, que a veces te estropea el paisaje con algún que otro peaje que hay que pagar. A tu lado pasan cactus veloces y un terreno yermo donde no hallas ningún punto donde merezca la pena detenerse. De vez en cuando, sólo de vez en cuando, algún pobre bosque de eucaliptos y un horizonte limpio sin movimiento. Algún parque de molinos de viento que bracean sin ganas. A veces, la costa: playas extensas y vacías con olas mansas.

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El día va discurriendo sobre nosotros y nos regala toda su paleta de colores. Vemos a las montañas cálidas tornarse grises, azules o moradas, hasta que ya todo lo que nos rodea es negro, como el pensamiento que nos inunda mientras dejamos atrás tantos altarcitos desperdigados por el camino, el recuerdo de los chilenos que se dejaron la vida en la carretera, que ellos llaman animitas. Era noche cerrada cuando llegamos a La Serena. No hay nada que hacer. Los lugareños se divierten en el centro del pueblo con un humilde concurso de belleza. Nuestra casera, Aymara, no tiene muchas ganas de hablar. Es vieja y amable, pero reservada. Nos comenta que si no volvemos a las diez de la noche, la puerta estará cerrada. Así que nos acostamos, obedientes, haciendo el mismo horario que la abuela, y dormimos profundamente en dos estrechas camitas hasta que el gallo decide que ya es mañana. Cuando los perros callejeros -todos afectados por la sarna- comienzan a ladrar, me atrevo a preguntar en voz alta: “¿Duermes?”

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¿A dónde van los desaparecidos? El Museo de la Memoria de Santiago de Chile

“El hombre es el único animal que es capaz de torturar”. Eso dice un joven guía seguido por un grupo de chilenos que escuchan mudos las explicaciones. El Museo de la Memoria de Santiago de Chile es un moderno edificio de tres plantas que acoge exposiciones temporales, vídeos, documentos sonoros, cartas, dibujos e incluso artesanía relacionada con el golpe de Estado de Pinochet, la dictadura, el exilio y las desapariciones de presos políticos acaecidas en Chile desde 1973. Me acuerdo de Rolando, un chileno que entrevisté hace unos meses con motivo de un reportaje que elaboraba sobre los comedores sociales. Allí, en una residencia de ancianos de Arenys (Barcelona), Rolando estuvo muy contento de explicarme su historia, que comenzaba precisamente aquí, en los años de las persecuciones políticas de los que no eran afines al régimen. Consiguió un pasaje para dejar su país. Acabó en España buscándose la vida: durmiendo en la playa, trabajando de mecánico en Mataró, enamorándose, desenamorándose, sonriéndole a la vida, aunque de vez en cuando se queje de la soledad.museo-memoria-santiago-chile

«¿A dónde van los desaparecidos?», cantaba Maná en su tema Desapariciones, versionando a Rubén Blades. Yo creo que la memoria nos hace fuertes. No obstante intuyo que muchos deben de pasar de largo de este interesante museo, que sin embargo no se ceba en el dolor, el sufrimiento, los fusilamientos. Claro que lo explica, pero de forma responsable. Más bien tuve la sensación de que era una deuda saldada, una especie de terapia de las víctimas. Hay testimonios sonoros de presos que sobrevivieron a las torturas, de niños que perdieron a sus familiares que andan quién sabe dónde, de mensajes que enviaban los encarcelados escritos donde podían, aunque fuera la suela de un zapato. Pero sus voces suenan tranquilas, sin odio, felices de poder contarlo. Sólo la voz del presidente Salvador Allende me hizo estremecer: “Yo no voy a renunciar. Pagaré con mi vida la confianza del pueblo”. Mientras, la radio controlada por los militares avisaba a la población de que “los detenidos serán fusilados en el acto”.

Porque tenemos memoria aprendemos. Y porque la tenemos somos capaces de amar y padecer. Quizás por ello Chile está plagado de memoriales de toda clase en recuerdo de las víctimas: memoriales de los médicos desaparecidos, de los periodistas y estudiantes, de los ferroviarios, de las mujeres. Cada gremio o colectivo ha eregido el suyo.

Los cementerios de Santiago de Chile son también otro homenaje a la memoria. En la capital, Marc y yo teníamos que cumplir una promesa. Por eso nos despedimos de la ciudad en el Parque del Recuerdo, donde una muy buena amiga en España tiene enterrado a un ser querido. Fuimos a llevarle flores. Al final de la mañana, decidimos por fin nuestra ruta: conducir por la carretera Panamericana hacia el norte, hacia el desierto, hacia las estrellas.

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¿Hablan los chilenos de la dictadura de Pinochet?

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No puedo dormir con el jetlag, menuda novedad. Estoy dando vueltas en la cama en mi primera noche en Chile y sólo pienso a través de imágenes inconexas. Se me aparece un Pablo Neruda enamorado; repaso mentalmente algunas escenas de La casa de los espíritus; pienso en los chilenos que han sido ya capaces de pasar página. He visto a un Chile recuperado, aunque las víctimas no olviden; un Chile valiente que es capaz de hablar de la dictadura de Pinochet con extranjeros; un Chile que ha sido capaz de llamar las cosas por su nombre y que se siente orgulloso de poder gritarle al mundo: esto es lo que hemos vivido, señores.

Lo primero que vimos de Chile fueron los dientes nevados de los Andes. Desde el avión, los picos impresionantes de la cordillera desfilaron ante nuestros ojos cansados durante minutos. Lagos helados y agujas afiladas se sucedían como un océano encrespado o el lecho de un faquir. Mi madre, antes de salir, se había quejado de que tuviera que sobrevolar las montañas: “mira lo que les pasó a aquellos pobres jugadores de rugby que se estrellaron allí”, me dijo. Resulta muy confortante acordarse de ello a diez mil metros de altura mientras te abrochas el cinturón, porque la voz de la azafata te avisa de que las turbulencias en los Andes pueden especialmente movidas.

Finalmente, tomamos tierra en el aeropuerto Arturo Merino Benítez de Santiago, con apenas 5ºC de temperatura y cuando la mañana aún bostezaba. Sólo queríamos dormir. Fuimos directos a nuestra habitación alquilada, y así pasamos por el centro histórico y la conocida Plaza de Armas, protagonista de varios episodios violentos. Como en Lima, la plaza originariamente se diseñó como un damero alrededor del cual se fueron ubicando los comercios. Por allí se encuentra el Palacio de la Moneda -otro hito en la historia negra de Chile por el golpe de Estado de Pinochet y la muerte de Salvador Allende– y las calles aledañas, donde se reúnen los enamorados del ajedrez a echar unas partidas.

Siento rabia porque estoy perdiendo el tiempo aquí, dando vueltas en la cama, y no puedo ni vivir ni descansar. Nos hemos ido a la cama cuando los chilenos han acabado su jornada laboral y comienzan a invadir el metro, el cine, los bares. Nosotros, no. Nosotros debemos dormir un poco. Pero aquí hay demasiado silencio, sólo escucho una suave respiración que no sé si gime o sueña, y a través de la fina cortina de mis párpados cerrados adivino que el día está naciendo, quizás unos primeros rayos estén ya encendiendo el espectacular skyline natural de Santiago.

Camino a casa nos topamos con un chileno aficionado a la poesía. Estuvimos un rato hablando de la dictadura chilena y la española. Fue quien nos ayudó a encontrar la parada de metro, y cuando supo de dónde veníamos no se pudo contener: “¿Son de España? ¡Baltasar Garzón..!”, exclamó con orgullo. Es la primera vez que no nos gritan: ¡¡Barça!!

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Marrakech, la ciudad de los cuentacuentos

He vuelto a Marruecos. Hace ya muchos años del primer viaje, pero entonces ya sabía que volvería. Igual que sé ahora que habrá una tercera vez, a ser posible, en el desierto. Es curioso. En Sevilla hemos dejado atrás las calles abarrotadas de gente, en plena Semana Grande del cristianismo, con las imágenes de nuestras vírgenes y cristos bendiciendo a sus fieles desde sus pasos de madera labrada y pan de oro. Aquí hemos entrado de lleno en el mundo musulmán, admirando la arquitectura de las mezquitas y confundiéndonos entre el gentío: niños que nos siguen, llamándonos con un “monsieur” o “madame”; mujeres de mediana edad que me dicen algo escondidas tras el niqab -yo no las entiendo, sólo les veo los ojos y sus voces no me llegan con este barullo-; el traqueteo de los carritos de burros; el olor de la menta y las especias; las mil y una tiendas. Estamos en Marrakech, cuyo nombre en bereber significa “tierra de Dios”.

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Hemos recorrido un largo camino. De Barcelona a Cádiz en coche, que finalmente hemos abandonado en Tarifa. Luego, el ferry. Luego Tánger, la ciudad fronteriza, que aún mantiene en el recuerdo su pasado como Zona Internacional, por la que a principios del siglo XX pululaban artistas bohemios, drogadictos, amantes del sexo, espías y todo tipo de personajes excéntricos. De allí hemos cogido un tren nocturno hasta Marrakech, en una peculiar “primera clase” que te invita a compartir camarote con cuatro desconocidos más, que te ofrece butacas no reclinables para dormir y que te maltrata psicológicamente con el recital de la megafonía que se te cuela en tus sueños. Así conocimos a Jim, un canadiense jubilado que ahora se dedica a viajar por el mundo. Cuando le preguntas que a qué se dedica, esboza una sonrisa de oreja a oreja antes de contestar: “Absolutely nothing”. Pero en realidad quiere decir que se pasa varios meses del año viajando, mientras que el resto los utiliza para preparar el siguiente viaje. Qué mal lo pasan algunos.

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Lo primero que ves de Marrakech es la ciudad nueva, afrancesada, y después de una caminata, la muralla de adobe. Ahora ya sabes que estás en la medina de mil años de antigüedad, y que entre sus muros pasará todo lo importante. Puede que te pierdas por sus calles, aunque también es posible que te lleven invariablemente a la plaza de Jamaa el Fna, la plaza por antonomasia. Lo que se vive en este lugar es difícil resumirlo en unas líneas, pero sobre todo es una cura contra el aburrimiento. Durante el día se concentran aguadores, artistas, pedigüeños, vendedores de zumo de naranja y mujeres que te tatúan con henna, entre otros muchos. La gente va y viene sin prisas, se concentra en esta plaza que acoge a marroquíes y extranjeros, y los entretiene a todos. Una hermosa costumbre es ver ponerse el sol en las montañas desde una de sus elevadas terrazas, mientras te sirven un té de menta o de romero y abajo el mundo continúa haciendo corros alrededor de los músicos africanos, los adivinadores del futuro y encantadores de serpientes. Pero el oficio más bonito de todos es el de los cuentacuentos, viejos sabios que comparten sus historias con los presentes a cambio de unas monedas.

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Ahora no se me ocurre trabajo más bonito que este. Imagino que uno de estos ancianos es mi abuelo, contando sus historias de otros siglos, y pienso que no se diferenciaría mucho de ellos, porque lo importante no es lo que cuentas, sino cómo. Y hay personas que tienen esa capacidad. Los cuentacuentos de la plaza Jamaa el Fna narran pasajes bíblicos, las historias de Las mil y una noches, explican leyendas y narraciones antiguas que a su vez escucharon de sus mayores, siendo ellos niños. Y así el legado se mantiene vivo, aunque sea oral -no hay que olvidar que todavía hoy un tercio de la población es analfabeta-. Sobre el humo de las planchas y los olores de las cocinas, que rebosan actividad para repartir brochetas, tajines de verduras o cuscús, se eleva la voz del almuédano llamando a la oración. A lo largo del día hemos visto numerosas veces a la gente cumplir con este precepto del Corán: rezar cinco veces al día en dirección a la Meca. Allá donde estén, los buenos musulmanes dejan lo que están haciendo, extienden su alfombra y se arrodillan con la imagen de la ciudad santa en sus cabezas. Puede que dejen aparcado el autobús que conducen, que hagan una pausa en sus trabajos o que acudan a un parque en medio de la ciudad. Pero a la mayoría de ellos les hemos visto subir a las terrazas de sus casas y allí cumplir con Allah. Después de todo, es en ellas donde están más cerca del cielo.

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El mandarín de las uñas largas

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Un golpe seco en el gran tambor hace que todas las miradas se concentren en un punto. Se hace el silencio. Otro golpe, y otro. Ahora se tocan todos los tambores a la vez, frenéticamente, y los gong se reparten, multiplicándose, rebotando en las paredes de la Torre del Tambor de Beijing. Parece que avisan de una inminente batalla, y lo cierto es que en la antigua China los tambores eran considerados como armas mágicas todopoderosas, e inicialmente se utilizaron en la guerra. Con un sonido tan majestuoso que podía oírse a la distancia, los tambores eran un elemento esencial para fortalecer el estado de ánimo de los soldados. La cultura y el pensamiento de los chinos están llenos de elementos tradicionales como este, fruto de su milenario pasado. Pero, ¿en qué creen los chinos que creen?

Uno de sus mitos ancestrales explica el origen del universo a través de la figura de Pangu: “Al comienzo sólo había un caos sin forma del que surgió un huevo de 18.000 años. Cuando las fuerzas yin y yang estaban equilibradas, Pangu salió del huevo y tomó la tarea de crear el mundo. Dividió el yin y el yang con su hacha. El yin, pesado, se hundió para formar la tierra, mientras que el yang se elevó para formar los cielos. Pangu permaneció entre ambos elevando el cielo durante 18.000 años, tras los cuales descansó. De su respiración surgió el viento, de su voz el trueno, del ojo izquierdo el sol y del derecho la luna. Su cuerpo se transformó en las montañas, su sangre en los ríos, sus músculos en las tierra fértiles, el vello de su cara en las estrellas y la Vía Láctea. Su pelo dio origen a los bosques, sus huesos a los minerales, la médula a los diamantes sagrados. Su sudor cayó en forma de lluvia y las pequeñas criaturas que poblaban su cuerpo se convirtieron en los seres humanos”.

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En China se profesa una religión politeísta influida por el budismo, el confucionismo y el taoísmo, y en la que incluso se pueden encontrar otros elementos sorprendentes para la mirada occidental, una herencia de los viejos chamanes. No tienen problemas para hacer sitio a los budas entre sus dioses chinos, ni en rendir culto a la luna o al sol. Sus dioses son grandiosos, como Guan Yu, el de la verdad y la lealtad, o más prosaicos, como Zao Shen, el de la comida.

Buena parte de su espiritualidad se te contagia cuando visitas el Templo de los Lamas, el más importante del mundo fuera del territorio del Tíbet. En este lugar envuelto en una permanente nube de incienso, los fieles se acercan y se inclinan, una y decenas de veces, ante uno de los muchos dioses de madera de sándalo y oro que tienen frente a sí. Queman los sahumerios en el caldero de cenizas humeantes frente al altar, y oran poniéndose los palillos sobre la frente, recitando sus plegarias silenciosas.

Tienes la sensación de cualquier detalle significa mucho para ellos. Todo tiene un sentido más allá de lo que se ve y se palpa. Las representaciones de las tortugas, los peces -el símbolo de Buda-, las serpientes o el dragón, sus dioses de la lluvia y los ríos, sus números milagrosos. El verde es el color del dinero, así que pintan los bancos y restaurantes de tonos verdosos, y firman los contratos los días 6 del mes, que es el número del éxito.

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En las calles la filosofía china se palpa en cada esquina. Vemos a un joven que le lee la mano a su amiga, y durante días nos intrigan unos enormes moratones, marcas circulares que buena parte de la población deja ver en sus espaldas, cuellos u hombros. Al final descubrimos que son las señales de las ventosas, una de las famosas terapias de la medicina china tradicional, usadas también por los egipcios. Con ellas combaten problemas tan dispares como los dolores musculares, la depresión o el insomnio.

Pero lo más impactante son las uñas largas. Jóvenes, viejos, taxistas, adolescentes alocados. Muchos se dejan crecer una o dos uñas de la mano, hasta varios centímetros. Leí una vez que la propia emperatriz Cixi tenía dos uñas largas, símbolo típico de su clan manchú. Parece ser que también es una señal de estatus: con las uñas largas no se pueden hacer trabajos manuales en el campo. Pero cuidado con ser demasiado presuntuoso, que podría pasarte como al mandarín Go-san, que era el más poderoso de los mandarines de la provincia septentrional. Pasó sus días dejándose las uñas largas, convencido de que a su muerte estas demostrarían que no había trabajado nada en su vida. Sus uñas crecieron y crecieron, y llegaron a medir más de siete metros. Tenía criados que le ayudaban a vestirse, a lavarse y a comer, pero a él poco le importaba. ¡Lo que iba a disfrutar en la vida eterna!

Cuando murió, a la edad de 109 años, su embalsamador se encontró con un problema. Por más cuidado que puso, sus uñas se le fueron rompiendo una a una, y al final el pobre hombre, agobiado, optó por acabar de cortarlas todas. Cuando Go-san despertó en el mundo de ultratumba, se quedó horrorizado al ver cómo le habían dejado sus uñas. “¡Eh, tú, a trabajar!”, le increpó uno de los guardianes. Go-san lloró, gritó, imploró… pero nadie le hizo caso. Se está pasando toda la eternidad haciendo trabajos forzados, mientras su alma intenta convencer a las abominables criaturas del mundo de los muertos de que sus manos nunca han trabajado. Todavía hoy se escuchan sus lamentos.

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Cixi emperatriz

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Que no se diga que China no es una tierra de oportunidades. El ejemplo más fascinante se halla en el controvertido personaje de la emperatriz Cixi, que una vez fue una niña manchú de origen humilde que sus padres acabaron vendiendo para que formara parte del harén del emperador, Xianfeng, y así, entre otras 60 concubinas, la joven se labró un futuro por su cuenta.

Respondía al nombre de “Pequeña Orquídea”, pero cuando entró en la Ciudad Prohibida se le adjudicó el de Ci Xi, que quiere decir “Virtuosa”. Podría haber pasado desapercibida entre tantas jóvenes, pero Cixi estaba cansada de la infancia tan difícil que había tenido, siempre compitiendo con sus hermanas y mendigando amor, y esta experiencia la curtió y le endureció el espíritu, enseñándole a pelear por las cosas que ambicionaba. Su suerte cambió el día en el que el emperador la oyó cantar, así que pidió conocerla -o sea, que la trajeran a su alcoba-, y tras unas cuantas visitas al lecho real acabó por darle un hijo, que para su fortuna fue varón. La madre del futuro emperador subió rápidamente de rango, y como además había aprendido a leer y a escribir de manera autodidacta, pronto se encontró opinando en las cuestiones de estado.

El resto es una historia de conjuras palaciegas, estrategia y alianzas. Cixi se convirtió en emperatriz regente durante muchos, muchos años. Paseamos ahora por el Palacio de Verano, que está indisolublemente unido a su recuerdo, puesto que fue esta carismática mujer la que lo reconstruyó tras su destrucción durante la II Guerra del Opio. Con un gran lago artificial, templos, pagodas, teatros y un largo corredor de 750 metros concebido para que la emperatriz pudiera recorrer sus jardines sin preocuparse de las inclemencias del tiempo, ahora está considerado Patrimonio de la Humanidad.

Si te sales del circuito trillado por los grupos de turistas puedes perderte por rincones asombrosos. Al final de la tarde, los pájaros bajan de las copas de sus árboles centenarios, la vista puede fijarse con atención en las enormes raíces que resquebrajan el pavimento, y la mente puede viajar por cualquiera de las muchas historias antiguas que aparecen representadas en las pinturas de sus techos de maderas azuladas. Dicen que por aquí paseaba la primera emperatriz que tuvo el Palacio, una gran amante de los cuentos tradicionales chinos. Un día y otro y otro pedía que se los recordaran, y finalmente mandó pintarlos para no olvidarlos nunca.

Por estos pasajes casi laberínticos en los que a la caída del sol asciende el olor fresco y húmedo de la hierba, caminaron muchos personajes de la realeza. Pero a mí me llama la atención la figura de Cixi, llamada también la Emperatriz Dragón, que retratan como si fuera una especie de Cersei manipuladora y poderosa, la reina bella y letal de Juego de Tronos. Así, de Cixi se ha dicho toda clase de cosas, y algunas barbaridades. Parece ser que se gastó el presupuesto de la marina en la reconstrucción del palacio, que aquí confinó a su sobrino, el emperador Guangxu, porque sus reformas no eran de su agrado, y que dilapidaba enormes fortunas en sus fiestas de cumpleaños. Pero las malas lenguas hablan también de su amor por uno de sus eunucos, su gran apetito sexual y la leche materna que bebía para mantenerse joven. Mentira o verdad, lo cierto es que después de muerta sus detractores continuaron vilipendiándola. Profanaron su tumba y se llevaron sus joyas; dicen que su cuerpo estaba incólume, y que el secreto era una enorme perla que escondieron en su boca, que acabó siendo adorno en el zapato de una de las mujeres de los bandidos. 

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Sobre el lomo de la serpiente de piedra

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En chino, la serpiente simboliza lo enigmático, lo inesperado y lo misterioso. “Si no has subido a la gran muralla no eres un hombre de verdad”, dijo una vez el presidente Mao. Así que le hemos hecho caso, y nos hemos montado en un autobús para recorrer uno de los tramos de esta serpiente de piedra magnífica, que ahora ya por fin divisamos desde nuestro vehículo, tras un largo viaje de casi cuatro horas que nos ha traído hasta Jinshanling, uno de los tramos menos visitados por el turismo de masas y el preferido por los fotógrafos profesionales. Hemos huido de Badaling, donde dicen que en las instantáneas sólo salen cabezas de turistas, y ahora miramos hacia las montañas por las que discurre esta enorme mole de piedra caliza, granito o ladrillo cocido -¡parece ser que hasta arroz!-, que ha dado lugar a tantas leyendas y especulaciones.

Desde abajo, la muralla es todavía un hilillo que zigzaguea, nervioso, sobre las cumbres. Va dibujando el perfil de un paisaje de montañas ondulantes, espesos bosques y pastizales coloreados de un verde intenso. Las escamas de esta fascinante serpiente milenaria son las almenas, recortadas sobre un cielo azul que deslumbra, porque en estos parajes el verdadero enemigo no son los mongoles ni los manchúes, sino un sol implacable que nos golpea en la cabeza.

Tenemos tres horas para recorrerla. En principio nuestra idea era caminar desde Jinshanling hasta Simatai, la ruta preferida por los senderistas, pero esa parte de la muralla se encuentra actualmente restaurándose y cerrada al público. Así que subimos hasta la muralla y echamos a andar. Dicen que entre estas piedras perdieron la vida varios millones de chinos -algunas fuentes hablan de diez millones-, y que la llegó a defender un millón de guardias. Es fácil imaginarse el horror, a pesar de las bellas montañas que te rodean, de tantas vidas de usar y tirar. Hasta aquí desplazaron a los obreros y ciudadanos caídos en desgracia, que iban cayendo como moscas por el agotamiento y las duras condiciones de trabajo. Sus cuerpos se enterraban allí mismo, sin más contemplaciones. Por eso dicen que la Gran Muralla es en realidad el mayor cementerio del mundo.

Vamos subiendo pasarelas de piedra empinadísimas, y unos metros más adelante volvemos a bajar por otras que desafían las leyes de la gravedad. Pasamos por tramos reconstruidos y otros originales, paredes que se sostienen en pie trabajosamente, como ancianitas encorvadas. Algunas de estas paredes semiderruidas pudiera ser la de la historia de Meng Jiangnu, una de las tantas mujeres que perdieron a su marido en estos muros. Cuenta la leyenda que la señora, después de varios meses sin saber nada de él, fue a buscarlo con algunas prendas de abrigo para que no lo sorprendiera el invierno. Cuando llegó a la Gran Muralla, los soldados le dijeron que su amado había muerto. “¿Dónde están sus huesos..?, ¿dónde..?”, preguntaba la mujer, desconsolada. “Están sirviendo de argamasa”, respondieron los guardias. Así que Meng Jiangnu recorrió la muralla entera buscando los restos del marido, hasta que llegó al mar. Allí, impotente, comenzó a llorar. El llanto que la sacudía era profundo y amargo, y acabó conmoviendo al espíritu de la muralla, que se abrió y dejó caer los huesos del hombre para que los pudiera enterrar.

Vuelvo otra vez a concentrarme en la caminata. Ahora hay que tener cuidado para no tropezar con alguno de los muchos ladrillos descuajaringados. Castigamos los gemelos subiendo por escalones de medio metro de alto. Avanzamos de lado por los lugares difíciles, aprovechamos la sombra de las torres vigía, bebemos, continuamos. Subimos y bajamos montañas enteras como si fuéramos gigantes con nuestras botas de siete leguas, pero la Gran Muralla nos acaba venciendo. Nuestra vista no la alcanza. Cuando nuestro tiempo se agota, ella continúa arrastrándose, silbando al viento, por encima de las cumbres, y su estela acaba emborronándose en los ojos.

Ciertamente, es una de las maravillas del mundo, aunque no se vea desde el espacio, como dicta una falsa creencia. Pero es majestuosa y mágica, capaz de asustar a los curtidos jinetes mongoles de la estepa, acostumbrados a llanuras sin fin. Debieron sorprenderse mucho ante esta visión; para ellos una tierra cercada por todas partes era sinónimo de pesadilla. Ya lo cantaba el gran Gengis Khan en El libro secreto de los mongoles: “Mirando las estrellas estoy, tengo la tierra por almohada”…

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La ciudad de los números mágicos

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La capital de China es la ciudad de las ciudades. Cuando aterrizamos en Beijing hace dos noches pensábamos que habíamos dejado demasiados días reservados para un solo lugar, pero lo cierto es que Pekín no da tiempo al aburrimiento: la vista se pasea por residencias imperiales, palacios, torres que saludan a golpes de tambor, pagodas, parques majestuosos,hutongs -callejones históricos- que se caen a pedazos y en los que la vida tradicional china palpita en cada esquina, largas avenidas ataviadas con farolillos rojos donde los chinos más acomodados se reúnen a comer marisco picante, rickshawsque se conducen temerariamente, mercados nocturnos donde los vendedores vociferan su mercancía, puestos de verdura y fruta, olores de fritos y especias, humos varios, y un sol sin nubes que reina, perenne, en el cielo de Beijing.

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La primera visita que hacemos no puede ser otra. La Ciudad Prohibida, antigua residencia de emperadores, nos aguarda entre un aluvión de multitudes, así que esperamos al último momento subidos al pabellón más alto del Parque Jingshan, concebido como una barrera de feng shui para proteger el palacio real de los malos espíritus. Desde aquí hay una vista hermosa de Beijing, y mientras nosotros admiramos los tejados rojos de la Ciudad Prohibida, otros visitantes prefieren ocupar su tiempo en rendir culto a la enorme estatua dorada de Buda que hay dentro del pabellón.

Un hombre se acerca y se arrodilla. Comienza a orar dando con su cabeza en el suelo, mientras sus ojos parecen evitar la mirada y la sonrisa petrificada del dios, que no obstante parece satisfecho con la selección de inciensos y frutas frescas con las que se ha adornado su altar.

El tiempo apremia. Bajamos y rodeamos completamente la Ciudad Prohibida -720.000 metros cuadrados- hasta que por fin hallamos la puerta de entrada. Los chinos tienen más interés que nosotros en penetrar los secretos de esta ciudad en miniatura que daba cobijo a 9.000 personas entre sirvientes, guardias, eunucos, concubinas y miembros de la familia real. No en vano ha sido el cerebro desde el que se gobernaba Beijing y que nadie podía ver. Cada noche recorría sus estancias la concubina que designaba el emperador; la muchacha se pasaba horas y horas en los salones de belleza de palacio, preparándose para no decepcionar al monarca. Mientras más veces la eligiera a ella, más alto podría subir en la escala social.

La entrada en la llamada Ciudad Púrpura se castigaba con la muerte, así que era cuestión de tiempo que los chinos se contaran a media voz espeluznantes historias sobre lo que acontecía entre las paredes del palacio: intrigas, traiciones y quizás algún asesinato; habladurías que hicieron dudar al propio Mao Zedong, quien rehusó vivir entre sus maravillosas maderas rojas finamente trabajadas.

Todo en la ciudad fortaleza está pensado al milímetro. No sólo se construyó siguiendo los principios del feng shui, para lo que hubo que levantar, incluso, una montaña artificial, sino que en su arquitectura se encuentra el número 9 por doquier, considerado “mágico”. Las cuatro torres de vigilancia tienen 9 vigas cada una, 18 columnas y 72 maderos, siempre números múltiplos de 9, y que además sumados dan: ¡99!

La falta de datos sobre quién ideó su diseño ha dado lugar a varias leyendas. Unos dicen que la Ciudad Prohibida fue soñada por un monje en el siglo XIV y que éste le cedió sus bocetos al príncipe Yongle, que la construyó en 1406. Mucho más sugerente y evocadora es la leyenda de las cuatro torres, que establece que cuando el emperador construyó la ciudad no existían aún las cuatro torres de vigilancia de las esquinas. Un día el rey soñó con ellas, y al despertar mandó que se construyeran igualitas. Entonces se reunieron en la corte a los mejores artesanos del reino, pero uno a uno iban siendo decapitados, porque no conseguían hacer realidad el sueño del emperador.

Una noche se hallaba reunido el tercer grupo de artesanos, que ya no podía comer ni dormir, pensando que irremediablemente serían los siguientes en morir, cuando se escuchó el ruido fuerte de unas cigarras. Eran tan ruidosas que uno de los artistas, harto después de un rato, salió para ver si podía hacerlas callar. Entonces vio a un anciano que estaba vendiendo saltamontes, y comenzó a discutir con él. “¿Cómo puede una cigarra guardar silencio?”, decía el anciano. Finalmente todos los artesanos, ante tanto barullo, salieron a ver qué pasaba. El viejo entonces aprovechó para levantar la jaula y que todos la vieran: “Señores, ¿no quieren comprar mis cigarras en su hermosa jaula?” Todas las miradas se centraron en la jaula del insecto, que estaba hecha de tallos de sorgo. El techo se dividía en tres plantas, con aleros en sus cuatro lados.

Los artesanos decidieron construir las cuatro torres de vigilancia inspirándose en la jaula, y sorprendentemente el emperador quedó satisfecho. Por eso se dice que el anciano era Lu Ban, el abuelo de todos los carpinteros chinos.

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