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El mandarín de las uñas largas

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Un golpe seco en el gran tambor hace que todas las miradas se concentren en un punto. Se hace el silencio. Otro golpe, y otro. Ahora se tocan todos los tambores a la vez, frenéticamente, y los gong se reparten, multiplicándose, rebotando en las paredes de la Torre del Tambor de Beijing. Parece que avisan de una inminente batalla, y lo cierto es que en la antigua China los tambores eran considerados como armas mágicas todopoderosas, e inicialmente se utilizaron en la guerra. Con un sonido tan majestuoso que podía oírse a la distancia, los tambores eran un elemento esencial para fortalecer el estado de ánimo de los soldados. La cultura y el pensamiento de los chinos están llenos de elementos tradicionales como este, fruto de su milenario pasado. Pero, ¿en qué creen los chinos que creen?

Uno de sus mitos ancestrales explica el origen del universo a través de la figura de Pangu: “Al comienzo sólo había un caos sin forma del que surgió un huevo de 18.000 años. Cuando las fuerzas yin y yang estaban equilibradas, Pangu salió del huevo y tomó la tarea de crear el mundo. Dividió el yin y el yang con su hacha. El yin, pesado, se hundió para formar la tierra, mientras que el yang se elevó para formar los cielos. Pangu permaneció entre ambos elevando el cielo durante 18.000 años, tras los cuales descansó. De su respiración surgió el viento, de su voz el trueno, del ojo izquierdo el sol y del derecho la luna. Su cuerpo se transformó en las montañas, su sangre en los ríos, sus músculos en las tierra fértiles, el vello de su cara en las estrellas y la Vía Láctea. Su pelo dio origen a los bosques, sus huesos a los minerales, la médula a los diamantes sagrados. Su sudor cayó en forma de lluvia y las pequeñas criaturas que poblaban su cuerpo se convirtieron en los seres humanos”.

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En China se profesa una religión politeísta influida por el budismo, el confucionismo y el taoísmo, y en la que incluso se pueden encontrar otros elementos sorprendentes para la mirada occidental, una herencia de los viejos chamanes. No tienen problemas para hacer sitio a los budas entre sus dioses chinos, ni en rendir culto a la luna o al sol. Sus dioses son grandiosos, como Guan Yu, el de la verdad y la lealtad, o más prosaicos, como Zao Shen, el de la comida.

Buena parte de su espiritualidad se te contagia cuando visitas el Templo de los Lamas, el más importante del mundo fuera del territorio del Tíbet. En este lugar envuelto en una permanente nube de incienso, los fieles se acercan y se inclinan, una y decenas de veces, ante uno de los muchos dioses de madera de sándalo y oro que tienen frente a sí. Queman los sahumerios en el caldero de cenizas humeantes frente al altar, y oran poniéndose los palillos sobre la frente, recitando sus plegarias silenciosas.

Tienes la sensación de cualquier detalle significa mucho para ellos. Todo tiene un sentido más allá de lo que se ve y se palpa. Las representaciones de las tortugas, los peces -el símbolo de Buda-, las serpientes o el dragón, sus dioses de la lluvia y los ríos, sus números milagrosos. El verde es el color del dinero, así que pintan los bancos y restaurantes de tonos verdosos, y firman los contratos los días 6 del mes, que es el número del éxito.

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En las calles la filosofía china se palpa en cada esquina. Vemos a un joven que le lee la mano a su amiga, y durante días nos intrigan unos enormes moratones, marcas circulares que buena parte de la población deja ver en sus espaldas, cuellos u hombros. Al final descubrimos que son las señales de las ventosas, una de las famosas terapias de la medicina china tradicional, usadas también por los egipcios. Con ellas combaten problemas tan dispares como los dolores musculares, la depresión o el insomnio.

Pero lo más impactante son las uñas largas. Jóvenes, viejos, taxistas, adolescentes alocados. Muchos se dejan crecer una o dos uñas de la mano, hasta varios centímetros. Leí una vez que la propia emperatriz Cixi tenía dos uñas largas, símbolo típico de su clan manchú. Parece ser que también es una señal de estatus: con las uñas largas no se pueden hacer trabajos manuales en el campo. Pero cuidado con ser demasiado presuntuoso, que podría pasarte como al mandarín Go-san, que era el más poderoso de los mandarines de la provincia septentrional. Pasó sus días dejándose las uñas largas, convencido de que a su muerte estas demostrarían que no había trabajado nada en su vida. Sus uñas crecieron y crecieron, y llegaron a medir más de siete metros. Tenía criados que le ayudaban a vestirse, a lavarse y a comer, pero a él poco le importaba. ¡Lo que iba a disfrutar en la vida eterna!

Cuando murió, a la edad de 109 años, su embalsamador se encontró con un problema. Por más cuidado que puso, sus uñas se le fueron rompiendo una a una, y al final el pobre hombre, agobiado, optó por acabar de cortarlas todas. Cuando Go-san despertó en el mundo de ultratumba, se quedó horrorizado al ver cómo le habían dejado sus uñas. “¡Eh, tú, a trabajar!”, le increpó uno de los guardianes. Go-san lloró, gritó, imploró… pero nadie le hizo caso. Se está pasando toda la eternidad haciendo trabajos forzados, mientras su alma intenta convencer a las abominables criaturas del mundo de los muertos de que sus manos nunca han trabajado. Todavía hoy se escuchan sus lamentos.

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