Aires hippies en Essaouira

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Llega el momento de dejar atrás Marrakech, así que nos despedimos de nuestros anfitriones: Gilles y Dominique, un matrimonio francés que hace dos años decidió dejar su vida en Lille e invertir sus ahorros en una casa marroquí que ahora explotan como riad -las típicas casas señoriales-, en la que te sientes como en casa por muy poco dinero. No sabemos adónde ir, así que nos plantamos en la estación de autobuses y decidimos encaminarnos hacia la costa, Essaouira mismo, que hemos leído que es muy bonita y con un ambiente un tanto hippy. A ver qué hay.

Lo malo de improvisar es que te expones a las malas noticias, como encontrarte que no hay billetes. Ni tren, ni autobús. Nos armamos de valor y nos acercamos a los taxis que vociferan en la puerta de la estación, intentando atrapar turistas. Con tanto que los hemos intentado evitar… Comienza el regateo -¡qué pereza!-, pero como ya tenemos unos cuantos palos dados, conseguimos que nos hagan el precio que les hacen a los autóctonos. Eso sí, precio de marroquí significa que viajarás como lo hacen ellos, así que viajamos siete personas en un taxi normal de cinco plazas: dos personas en el asiento del copiloto -el culo del chico chocando con el cambio de marchas- y cuatro personas detrás. A mí me colocan entre Marc y Samira, que viaja con su amiga Amina desde Suiza. Son chicas árabes occidentalizadas, no utilizan el velo islámico y una de ellas chapurrea un poco el inglés.

El trayecto dura más de tres horas, amenizadas con la música pop marroquí que sale de la radio y los coros que le hace el ruido del cojinete. Lo único que espero es que el coche aguante, me digo, y me concentro en la carretera, intentando averiguar cuántas veces puede el conductor adelantar con línea continua y viniendo vehículos de frente sin que los otros le digan nada… Tengo mucho tiempo para pensar, porque, tras las presentaciones pertinentes, Amina ya no sabe qué más decirnos, así que nosotros nos volvemos invisibles mientras ellos cinco se enzarzan en una animada conversación en árabe. Primero hablan de Marrakech, luego ya no sé qué dicen, porque no pillo nada. Pero el conductor grita mucho y hace muchos aspavientos, incluso parece enfadado, hasta que por fin nos damos cuenta que solo está gastando bromas…

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Dicen muchas cosas de Essaouira. Que si es la perla del Atlántico, que si es el paraíso de los hippies, que si fue la fuente de inspiración de músicos y artistas, como Jimi Hendrix… Pero es difícil describirla sin caer en cualquiera de esos tópicos. Es un pueblo realmente bonito, para pasear sin prisas, y para perderse por sus callejones de cal desconchada y puertas azules, más que por el bullicio del zoco, que al fin y al cabo es como todos los demás. A mí me recuerda un poco a Tarifa por su ambiente surfero y espíritu hippy moderno -es decir, de alternativos con pasta-, aunque veo que la comparan más con Ibiza.

El puerto bien merece la pena, con su hilera de cañones del siglo XVIII, provenientes de las fundiciones de Sevilla y Barcelona. El olor a mar y salitre tan característico de las ciudades de la costa te abre el apetito de pescado y marisco, mientras como telón de fondo tienes el sonido de las gaviotas, que te recuerdan que esta fue la antigua Mogador, zona de piratas y corsarios.

Casi que entran ganas de lanzarse a la mar, como si fueras un Sandokán moderno que pudiera traficar con estos tesoros: aceitunas sazonadas de distintos sabores, dátiles, frutos secos y especias, alfombras, lámparas, babuchas, el cuero y la madera cuidadosamente trabajados, cerámica, joyas y pinturas.

Essaouira es un paisaje fotogénico que ha servido de escenario para diversas películas, desde el Otello de Orson Welles hasta Juego de Tronos. Pero lo más interesante sin duda son los gremios, las pequeñas tiendecitas que puedes descubrir deambulando por la medina: telares, sastres, zapateros, orfebres, farmacias de remedios naturales. Paseando por estas calles estrechas y oscuras nos tropezamos con Abdul, que antes de ser un anciano arrugado era mecánico de barcos y viajaba mucho a las Canarias. Ahora regenta una tiendecita tranquila -servicio de hachís incluido-, y nos quiere contar su historia. Y es que todos nuestros viejos llevan un artista cuentacuentos dentro…

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Marrakech, la ciudad de los cuentacuentos

He vuelto a Marruecos. Hace ya muchos años del primer viaje, pero entonces ya sabía que volvería. Igual que sé ahora que habrá una tercera vez, a ser posible, en el desierto. Es curioso. En Sevilla hemos dejado atrás las calles abarrotadas de gente, en plena Semana Grande del cristianismo, con las imágenes de nuestras vírgenes y cristos bendiciendo a sus fieles desde sus pasos de madera labrada y pan de oro. Aquí hemos entrado de lleno en el mundo musulmán, admirando la arquitectura de las mezquitas y confundiéndonos entre el gentío: niños que nos siguen, llamándonos con un “monsieur” o “madame”; mujeres de mediana edad que me dicen algo escondidas tras el niqab -yo no las entiendo, sólo les veo los ojos y sus voces no me llegan con este barullo-; el traqueteo de los carritos de burros; el olor de la menta y las especias; las mil y una tiendas. Estamos en Marrakech, cuyo nombre en bereber significa “tierra de Dios”.

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Hemos recorrido un largo camino. De Barcelona a Cádiz en coche, que finalmente hemos abandonado en Tarifa. Luego, el ferry. Luego Tánger, la ciudad fronteriza, que aún mantiene en el recuerdo su pasado como Zona Internacional, por la que a principios del siglo XX pululaban artistas bohemios, drogadictos, amantes del sexo, espías y todo tipo de personajes excéntricos. De allí hemos cogido un tren nocturno hasta Marrakech, en una peculiar “primera clase” que te invita a compartir camarote con cuatro desconocidos más, que te ofrece butacas no reclinables para dormir y que te maltrata psicológicamente con el recital de la megafonía que se te cuela en tus sueños. Así conocimos a Jim, un canadiense jubilado que ahora se dedica a viajar por el mundo. Cuando le preguntas que a qué se dedica, esboza una sonrisa de oreja a oreja antes de contestar: “Absolutely nothing”. Pero en realidad quiere decir que se pasa varios meses del año viajando, mientras que el resto los utiliza para preparar el siguiente viaje. Qué mal lo pasan algunos.

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Lo primero que ves de Marrakech es la ciudad nueva, afrancesada, y después de una caminata, la muralla de adobe. Ahora ya sabes que estás en la medina de mil años de antigüedad, y que entre sus muros pasará todo lo importante. Puede que te pierdas por sus calles, aunque también es posible que te lleven invariablemente a la plaza de Jamaa el Fna, la plaza por antonomasia. Lo que se vive en este lugar es difícil resumirlo en unas líneas, pero sobre todo es una cura contra el aburrimiento. Durante el día se concentran aguadores, artistas, pedigüeños, vendedores de zumo de naranja y mujeres que te tatúan con henna, entre otros muchos. La gente va y viene sin prisas, se concentra en esta plaza que acoge a marroquíes y extranjeros, y los entretiene a todos. Una hermosa costumbre es ver ponerse el sol en las montañas desde una de sus elevadas terrazas, mientras te sirven un té de menta o de romero y abajo el mundo continúa haciendo corros alrededor de los músicos africanos, los adivinadores del futuro y encantadores de serpientes. Pero el oficio más bonito de todos es el de los cuentacuentos, viejos sabios que comparten sus historias con los presentes a cambio de unas monedas.

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Ahora no se me ocurre trabajo más bonito que este. Imagino que uno de estos ancianos es mi abuelo, contando sus historias de otros siglos, y pienso que no se diferenciaría mucho de ellos, porque lo importante no es lo que cuentas, sino cómo. Y hay personas que tienen esa capacidad. Los cuentacuentos de la plaza Jamaa el Fna narran pasajes bíblicos, las historias de Las mil y una noches, explican leyendas y narraciones antiguas que a su vez escucharon de sus mayores, siendo ellos niños. Y así el legado se mantiene vivo, aunque sea oral -no hay que olvidar que todavía hoy un tercio de la población es analfabeta-. Sobre el humo de las planchas y los olores de las cocinas, que rebosan actividad para repartir brochetas, tajines de verduras o cuscús, se eleva la voz del almuédano llamando a la oración. A lo largo del día hemos visto numerosas veces a la gente cumplir con este precepto del Corán: rezar cinco veces al día en dirección a la Meca. Allá donde estén, los buenos musulmanes dejan lo que están haciendo, extienden su alfombra y se arrodillan con la imagen de la ciudad santa en sus cabezas. Puede que dejen aparcado el autobús que conducen, que hagan una pausa en sus trabajos o que acudan a un parque en medio de la ciudad. Pero a la mayoría de ellos les hemos visto subir a las terrazas de sus casas y allí cumplir con Allah. Después de todo, es en ellas donde están más cerca del cielo.

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El último verso en Colliure

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Hace ya un año que escribí este título en un archivo de mi ordenador. Lo escribí porque un día se me vino a la cabeza y me pareció representativo de lo que sentí cuando visité esta pequeña localidad del Languedoc-Roussillon francés. Lo escribí y dejé el archivo en blanco; así, sin más. Sabía que un día debería rellenarlo con letras, con recuerdos, con memoria. Aunque ese día aún no ha llegado, lo he tomado prestado porque ayer se cumplieron 75 años de la muerte de Antonio Machado en el exilio, y estos últimos meses he estado pensando mucho en él y en la efemérides de la guerra.

Fui a Colliure esperando encontrar no sé qué. Ya no queda prácticamente nada del paso del poeta por esta localidad costera, que por otra parte, es un buen sitio para morir. Condujimos hasta Colliure y nos quedamos a pasar el día, gratamente sorprendidos de que no nos la hubiéramos imaginado tan bonita. La verdad es que cuadraba muy bien con el estilo de vida machadiano: un lugar acogedor, ambiente pueblerino y amable, sin pretensiones. Y la belleza de la naturaleza en toda su plenitud, en esta ocasión, lejos de los campos de Castilla y la huerta catalana, pero con la fuerza majestuosa del mar. Y la luz de Andalucía.

Me he estado acordando de la fortaleza de Colliure, de donde salieron los soldados presos que custodiaron el féretro del poeta hasta el sencillo cementerio. Allí los pasos, tarde o temprano, nos hacen pasar también por delante del Hotel Quintana, decrépito y triste. Entre sus desconchadas paredes ocurrió todo lo importante: los últimos días de un lastimoso periplo, los gestos solidarios de personajes como Jacques Baills o Madame Quintana, los últimos versos que escribió Machado, que a las puertas de la muerte pensaba en Guiomar, en Hamlet y en Estos días azules y este sol de la infancia: un último alejandrino para despedirse del mundo.

El hotel está cerrado a cal y canto, y quizás algún día se convierta en museo. Pero por ahora es un lugar que inspira lástima, igual que su tumba diminuta, aunque siempre haya flores y un puñado de mensajes y poemas anónimos. Hoy he leído que el consejero andaluz de Educación, Cultura y Deporte, Luciano Alonso, ha expresado su deseo de que los restos mortales del poeta regresen a Sevilla, su ciudad natal. Palabras hueras y vacías de quien no tiene nada que decir. Ni caso. A Machado que no se lo lleven de Colliure, que no le levanten ahora monumentos ni estatuas ni le pongan un gran panteón en el Cementerio de San Fernando.

Hoy, que hace 75 años del entierro, han culminado los actos conmemorativos en la localidad francesa: unas flores, alguna conferencia y lectura de poemas. Ningún representante del gobierno español. Lo prefiero. Hay que ir a Colliure para comprender el drama de los exiliados, el olvido con el que en este país nos lamemos las heridas de la guerra. Y esta especie de peregrinación hacia nuestro pasado, esta veneración con la que el pueblo ama a su poeta -viejos que aseguran que lo conocieron, profesores que le llevan a sus alumnos, mujeres que le consiguen flores frescas- es el único reconocimiento que me resulta plausible. A quien pueda, que lo visite en Colliure, donde el viento que te golpea en la cara, mientras te sientas en un malecón a ver el mar, te recuerda sus palabras: “Quién pudiera vivir ahí, tras una de esas ventanas, libre ya de toda preocupación”…

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Espui, entre el abandono y la quimera

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No sé por qué al regresar a Espui me vino a la mente el poema de Cernuda que comienza:  ¿Volver? Vuelva el que tenga, / tras largos años, tras un largo viaje, / cansancio del camino y la codicia / de su tierra, su casa, sus amigos, / del amor que al regreso fiel le espere.

Guardaba un recuerdo muy bello e íntimo de la primera vez que visité este pueblecito de la Vall Fosca, en la provincia de Lleida; un lugar bucólico, encerrado en el Pirineo más auténtico y protegido del turismo de masas, hasta que en los tiempos del ladrillo sucumbió al encantamiento del burbuja inmobiliaria. Pero luego llegó la crisis y Espui se salvó -para bien o para mal, el tiempo lo dirá- del mayor cambio de su historia. Los apartamentos de lujo descolgaron el cartel “se vende”, la constructora colgó los suyos -“suspensión de pagos”- y el campo de golf se quedó para pasto de las bestias. La mega-estación de esquí tendrá que esperar.

Han pasado cinco años desde que se paralizaron las obras, y sentía curiosidad por saber en qué había cambiado este lugar, en el que viven actualmente alrededor de veinte personas. Lo recordaba tranquilo y en paz; una hipérbole muda en medio del silencio de las montañas. Un pueblo que olía a madera mojada y a lluvia fresca; que sonaba a riachuelo y te desafiaba a recorrer sus calles estrechas y empinadas mientras a tus pies pastaban las vacas.

En aquella primera ocasión nos quedamos a dormir en Casa Gepa, la casa de tía Nuri, a la que fuimos a buscar a Pobla para que nos diera las llaves. Pareció sorprendida, pero estaba contenta de que le hiciéramos compañía a la vieja casita de su familia. Era invierno, pero no nevaba. Traspasé el umbral y pensé que me moriría de frío, pero en seguida el fuego que prendió en la chimenea animó los corazones. Recuerdo que conseguimos calentar la cena en la rústica lumbre y que me fui a la cama con la sensación de que estaba cometiendo un sacrilegio. ¡La de historias que tendrían aquellas paredes! Me moría por conocerlas.

A la mañana siguiente me desperté con música clásica que no lograba identificar. “¿Estaré soñando?”, pensé, pero no, no, era un vecino que había puesto a todo volumen una grabación de nadales antiguas, unas canciones populares catalanas que sonaban a época medieval. Abrí la ventana y las voces se desparramaron por la habitación y la casa, llenándolo todo. Fue un momento precioso. El pueblo, que la noche anterior había permanecido callado como si estuviera abandonado, nos gritaba hoy que estaba vivo.

Cantaba Cernuda en el poema las bondades de no volver a un mismo lugar si no es para reconciliarte con tus raíces, con tu familia o con un gran amor. Yo quería volver para ver si mi recuerdo era real o imaginado. Pero tenía miedo de que se desvaneciera.

Afortunadamente, Espui seguía siendo un susurro delicioso: una pintura hiperrealista de casas vacías, calles pulcrísimas, un bar con veinte potenciales clientes y huertos como de exposición. Durante nuestra vueltecita sólo nos cruzamos con una persona, el tío Armand, el alcalde. Nos envió a comer al Hostal Montseny, que abrió para nosotros, y lo dejamos allí de pie junto a su hogar, Casa Còfia, sin mucho que hacer pero feliz por ello. Pensé que Espui era como los pueblecitos típicos de los belenes, tan sencillos y perfectos… Y eso a pesar de que ya desde el cruce de entrada pueda verse el legado del sueño que pudo ser y no fue, y que quizás será algún día. Todavía hay apartamentos a medio construir que exhiben impúdicamente sus entrañas, sus herrumbres abandonadas y grandes dormitorios hormigonados. Como en un irónico encantamiento que ha acabado antes de que las calabazas se conviertan en carrozas.

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La historia de Berik. El escalofriante legado de la era nuclear

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Todavía estoy conmovida por el documental Hijos de la guerra atómica, que La 2 emitió el pasado 19 de septiembre por la noche. Después de que pasaran tres años sin tener televisión en casa, la incorporación de este pequeño electrodoméstico la recibimos con calma, con la cabeza fría, y ahora la encendemos con cautela y muy selectivamente, porque no queremos perder el premio del silencio en nuestro salón. Sin embargo, el jueves nos encontrábamos viendo un reportaje en La 2 –Planeta Humano, muy recomendable también- y al acabar me quedé petrificada con el testimonio que inauguraba el siguiente programa. Berik Syzdikov, una de las muchas víctimas de las pruebas nucleares que Rusia llevó a cabo en la zona de Kazajistán conocida como El Polígono, aparecía en pantalla con sus ojos enterrados por culpa de varios tumores que deformaban su cara.

La primera reacción fue apagar la televisión. Confieso que de un tiempo para acá sufro una especie de desencanto por el periodismo, tan saturada como estoy de reality shows, de medios de comunicación al servicio de los poderes; me cansan las portadas sensacionalistas con muertos en primer plano, las notas de prensa de copiar y pegar para dar un pésame, los famosos que hacen de tertulianos y los contratos basura de esta profesión.

El rostro de Berik me llevó a pensar otra vez en el morbo, y quise mirar para otro lado para no seguirle el juego. Afortunadamente, no lo hice, y pude reconciliarme un poco con la verdadera labor del periodista, que es la de informar sobre una realidad y denunciar las injusticias. Me obligué a quedarme allí hasta el final para tratar de comprender, mientras las lágrimas me resbalaban por las mejillas y se me encogía el corazón. Sabía que no lloraba por su rostro deforme, sino más bien por la soledad a la que lo ha condenado un gobierno al que no le importaban sus ciudadanos. Pensé que aquellos dirigentes que utilizaron a los pobres campesinos como conejillos de indias, sometiéndolos a radiaciones cuyos efectos pueden verse todavía hoy, 20 años después, tenían el mismo corazón de piedra que los que tiraron las bombas de Hiroshima y Nagasaki; la misma locura que los que se sintieron llamados a exterminar a su propio pueblo en Alemania, China, Chile…; la misma sangre fría que los que llevan a todo un país a la guerra, y un cinismo muy parecido al de los que mienten sin ruborizarse en el Congreso o los que están metidos hasta el cuello en escándalos de corrupción.

Berik inicia el reportaje dando las gracias a los periodistas por hacerle una visita y por hacer posible que el mundo no se olvide de él. Aunque sólo sea por ese agradecimiento, el documental ya habría valido la pena, así que perdoné a los reporteros que me removieran las entrañas y me sacaran de mi comodidad durante aquellos 40 minutos tan duros en los que el pobre hombre, que tiene más o menos mi edad, intenta tocar la guitarra o el piano y se siente afortunado por salir ese día a la calle. Lloré de rabia, porque no se puede tolerar que los “intereses de Estado” estén por encima del de los ciudadanos. No puedo comprender, ni quiero, los llamados “daños colaterales”, que los políticos manipulen la información escudándose en la “seguridad nacional” o que nos traten como meros números. ¿Será posible que los gobiernos representen tan poco a los ciudadanos?

Muchas veces pensamos que ante esto no podemos hacer nada. Podemos empezar por saber.

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El mandarín de las uñas largas

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Un golpe seco en el gran tambor hace que todas las miradas se concentren en un punto. Se hace el silencio. Otro golpe, y otro. Ahora se tocan todos los tambores a la vez, frenéticamente, y los gong se reparten, multiplicándose, rebotando en las paredes de la Torre del Tambor de Beijing. Parece que avisan de una inminente batalla, y lo cierto es que en la antigua China los tambores eran considerados como armas mágicas todopoderosas, e inicialmente se utilizaron en la guerra. Con un sonido tan majestuoso que podía oírse a la distancia, los tambores eran un elemento esencial para fortalecer el estado de ánimo de los soldados. La cultura y el pensamiento de los chinos están llenos de elementos tradicionales como este, fruto de su milenario pasado. Pero, ¿en qué creen los chinos que creen?

Uno de sus mitos ancestrales explica el origen del universo a través de la figura de Pangu: “Al comienzo sólo había un caos sin forma del que surgió un huevo de 18.000 años. Cuando las fuerzas yin y yang estaban equilibradas, Pangu salió del huevo y tomó la tarea de crear el mundo. Dividió el yin y el yang con su hacha. El yin, pesado, se hundió para formar la tierra, mientras que el yang se elevó para formar los cielos. Pangu permaneció entre ambos elevando el cielo durante 18.000 años, tras los cuales descansó. De su respiración surgió el viento, de su voz el trueno, del ojo izquierdo el sol y del derecho la luna. Su cuerpo se transformó en las montañas, su sangre en los ríos, sus músculos en las tierra fértiles, el vello de su cara en las estrellas y la Vía Láctea. Su pelo dio origen a los bosques, sus huesos a los minerales, la médula a los diamantes sagrados. Su sudor cayó en forma de lluvia y las pequeñas criaturas que poblaban su cuerpo se convirtieron en los seres humanos”.

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En China se profesa una religión politeísta influida por el budismo, el confucionismo y el taoísmo, y en la que incluso se pueden encontrar otros elementos sorprendentes para la mirada occidental, una herencia de los viejos chamanes. No tienen problemas para hacer sitio a los budas entre sus dioses chinos, ni en rendir culto a la luna o al sol. Sus dioses son grandiosos, como Guan Yu, el de la verdad y la lealtad, o más prosaicos, como Zao Shen, el de la comida.

Buena parte de su espiritualidad se te contagia cuando visitas el Templo de los Lamas, el más importante del mundo fuera del territorio del Tíbet. En este lugar envuelto en una permanente nube de incienso, los fieles se acercan y se inclinan, una y decenas de veces, ante uno de los muchos dioses de madera de sándalo y oro que tienen frente a sí. Queman los sahumerios en el caldero de cenizas humeantes frente al altar, y oran poniéndose los palillos sobre la frente, recitando sus plegarias silenciosas.

Tienes la sensación de cualquier detalle significa mucho para ellos. Todo tiene un sentido más allá de lo que se ve y se palpa. Las representaciones de las tortugas, los peces -el símbolo de Buda-, las serpientes o el dragón, sus dioses de la lluvia y los ríos, sus números milagrosos. El verde es el color del dinero, así que pintan los bancos y restaurantes de tonos verdosos, y firman los contratos los días 6 del mes, que es el número del éxito.

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En las calles la filosofía china se palpa en cada esquina. Vemos a un joven que le lee la mano a su amiga, y durante días nos intrigan unos enormes moratones, marcas circulares que buena parte de la población deja ver en sus espaldas, cuellos u hombros. Al final descubrimos que son las señales de las ventosas, una de las famosas terapias de la medicina china tradicional, usadas también por los egipcios. Con ellas combaten problemas tan dispares como los dolores musculares, la depresión o el insomnio.

Pero lo más impactante son las uñas largas. Jóvenes, viejos, taxistas, adolescentes alocados. Muchos se dejan crecer una o dos uñas de la mano, hasta varios centímetros. Leí una vez que la propia emperatriz Cixi tenía dos uñas largas, símbolo típico de su clan manchú. Parece ser que también es una señal de estatus: con las uñas largas no se pueden hacer trabajos manuales en el campo. Pero cuidado con ser demasiado presuntuoso, que podría pasarte como al mandarín Go-san, que era el más poderoso de los mandarines de la provincia septentrional. Pasó sus días dejándose las uñas largas, convencido de que a su muerte estas demostrarían que no había trabajado nada en su vida. Sus uñas crecieron y crecieron, y llegaron a medir más de siete metros. Tenía criados que le ayudaban a vestirse, a lavarse y a comer, pero a él poco le importaba. ¡Lo que iba a disfrutar en la vida eterna!

Cuando murió, a la edad de 109 años, su embalsamador se encontró con un problema. Por más cuidado que puso, sus uñas se le fueron rompiendo una a una, y al final el pobre hombre, agobiado, optó por acabar de cortarlas todas. Cuando Go-san despertó en el mundo de ultratumba, se quedó horrorizado al ver cómo le habían dejado sus uñas. “¡Eh, tú, a trabajar!”, le increpó uno de los guardianes. Go-san lloró, gritó, imploró… pero nadie le hizo caso. Se está pasando toda la eternidad haciendo trabajos forzados, mientras su alma intenta convencer a las abominables criaturas del mundo de los muertos de que sus manos nunca han trabajado. Todavía hoy se escuchan sus lamentos.

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Cixi emperatriz

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Que no se diga que China no es una tierra de oportunidades. El ejemplo más fascinante se halla en el controvertido personaje de la emperatriz Cixi, que una vez fue una niña manchú de origen humilde que sus padres acabaron vendiendo para que formara parte del harén del emperador, Xianfeng, y así, entre otras 60 concubinas, la joven se labró un futuro por su cuenta.

Respondía al nombre de “Pequeña Orquídea”, pero cuando entró en la Ciudad Prohibida se le adjudicó el de Ci Xi, que quiere decir “Virtuosa”. Podría haber pasado desapercibida entre tantas jóvenes, pero Cixi estaba cansada de la infancia tan difícil que había tenido, siempre compitiendo con sus hermanas y mendigando amor, y esta experiencia la curtió y le endureció el espíritu, enseñándole a pelear por las cosas que ambicionaba. Su suerte cambió el día en el que el emperador la oyó cantar, así que pidió conocerla -o sea, que la trajeran a su alcoba-, y tras unas cuantas visitas al lecho real acabó por darle un hijo, que para su fortuna fue varón. La madre del futuro emperador subió rápidamente de rango, y como además había aprendido a leer y a escribir de manera autodidacta, pronto se encontró opinando en las cuestiones de estado.

El resto es una historia de conjuras palaciegas, estrategia y alianzas. Cixi se convirtió en emperatriz regente durante muchos, muchos años. Paseamos ahora por el Palacio de Verano, que está indisolublemente unido a su recuerdo, puesto que fue esta carismática mujer la que lo reconstruyó tras su destrucción durante la II Guerra del Opio. Con un gran lago artificial, templos, pagodas, teatros y un largo corredor de 750 metros concebido para que la emperatriz pudiera recorrer sus jardines sin preocuparse de las inclemencias del tiempo, ahora está considerado Patrimonio de la Humanidad.

Si te sales del circuito trillado por los grupos de turistas puedes perderte por rincones asombrosos. Al final de la tarde, los pájaros bajan de las copas de sus árboles centenarios, la vista puede fijarse con atención en las enormes raíces que resquebrajan el pavimento, y la mente puede viajar por cualquiera de las muchas historias antiguas que aparecen representadas en las pinturas de sus techos de maderas azuladas. Dicen que por aquí paseaba la primera emperatriz que tuvo el Palacio, una gran amante de los cuentos tradicionales chinos. Un día y otro y otro pedía que se los recordaran, y finalmente mandó pintarlos para no olvidarlos nunca.

Por estos pasajes casi laberínticos en los que a la caída del sol asciende el olor fresco y húmedo de la hierba, caminaron muchos personajes de la realeza. Pero a mí me llama la atención la figura de Cixi, llamada también la Emperatriz Dragón, que retratan como si fuera una especie de Cersei manipuladora y poderosa, la reina bella y letal de Juego de Tronos. Así, de Cixi se ha dicho toda clase de cosas, y algunas barbaridades. Parece ser que se gastó el presupuesto de la marina en la reconstrucción del palacio, que aquí confinó a su sobrino, el emperador Guangxu, porque sus reformas no eran de su agrado, y que dilapidaba enormes fortunas en sus fiestas de cumpleaños. Pero las malas lenguas hablan también de su amor por uno de sus eunucos, su gran apetito sexual y la leche materna que bebía para mantenerse joven. Mentira o verdad, lo cierto es que después de muerta sus detractores continuaron vilipendiándola. Profanaron su tumba y se llevaron sus joyas; dicen que su cuerpo estaba incólume, y que el secreto era una enorme perla que escondieron en su boca, que acabó siendo adorno en el zapato de una de las mujeres de los bandidos. 

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Sobre el lomo de la serpiente de piedra

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En chino, la serpiente simboliza lo enigmático, lo inesperado y lo misterioso. “Si no has subido a la gran muralla no eres un hombre de verdad”, dijo una vez el presidente Mao. Así que le hemos hecho caso, y nos hemos montado en un autobús para recorrer uno de los tramos de esta serpiente de piedra magnífica, que ahora ya por fin divisamos desde nuestro vehículo, tras un largo viaje de casi cuatro horas que nos ha traído hasta Jinshanling, uno de los tramos menos visitados por el turismo de masas y el preferido por los fotógrafos profesionales. Hemos huido de Badaling, donde dicen que en las instantáneas sólo salen cabezas de turistas, y ahora miramos hacia las montañas por las que discurre esta enorme mole de piedra caliza, granito o ladrillo cocido -¡parece ser que hasta arroz!-, que ha dado lugar a tantas leyendas y especulaciones.

Desde abajo, la muralla es todavía un hilillo que zigzaguea, nervioso, sobre las cumbres. Va dibujando el perfil de un paisaje de montañas ondulantes, espesos bosques y pastizales coloreados de un verde intenso. Las escamas de esta fascinante serpiente milenaria son las almenas, recortadas sobre un cielo azul que deslumbra, porque en estos parajes el verdadero enemigo no son los mongoles ni los manchúes, sino un sol implacable que nos golpea en la cabeza.

Tenemos tres horas para recorrerla. En principio nuestra idea era caminar desde Jinshanling hasta Simatai, la ruta preferida por los senderistas, pero esa parte de la muralla se encuentra actualmente restaurándose y cerrada al público. Así que subimos hasta la muralla y echamos a andar. Dicen que entre estas piedras perdieron la vida varios millones de chinos -algunas fuentes hablan de diez millones-, y que la llegó a defender un millón de guardias. Es fácil imaginarse el horror, a pesar de las bellas montañas que te rodean, de tantas vidas de usar y tirar. Hasta aquí desplazaron a los obreros y ciudadanos caídos en desgracia, que iban cayendo como moscas por el agotamiento y las duras condiciones de trabajo. Sus cuerpos se enterraban allí mismo, sin más contemplaciones. Por eso dicen que la Gran Muralla es en realidad el mayor cementerio del mundo.

Vamos subiendo pasarelas de piedra empinadísimas, y unos metros más adelante volvemos a bajar por otras que desafían las leyes de la gravedad. Pasamos por tramos reconstruidos y otros originales, paredes que se sostienen en pie trabajosamente, como ancianitas encorvadas. Algunas de estas paredes semiderruidas pudiera ser la de la historia de Meng Jiangnu, una de las tantas mujeres que perdieron a su marido en estos muros. Cuenta la leyenda que la señora, después de varios meses sin saber nada de él, fue a buscarlo con algunas prendas de abrigo para que no lo sorprendiera el invierno. Cuando llegó a la Gran Muralla, los soldados le dijeron que su amado había muerto. “¿Dónde están sus huesos..?, ¿dónde..?”, preguntaba la mujer, desconsolada. “Están sirviendo de argamasa”, respondieron los guardias. Así que Meng Jiangnu recorrió la muralla entera buscando los restos del marido, hasta que llegó al mar. Allí, impotente, comenzó a llorar. El llanto que la sacudía era profundo y amargo, y acabó conmoviendo al espíritu de la muralla, que se abrió y dejó caer los huesos del hombre para que los pudiera enterrar.

Vuelvo otra vez a concentrarme en la caminata. Ahora hay que tener cuidado para no tropezar con alguno de los muchos ladrillos descuajaringados. Castigamos los gemelos subiendo por escalones de medio metro de alto. Avanzamos de lado por los lugares difíciles, aprovechamos la sombra de las torres vigía, bebemos, continuamos. Subimos y bajamos montañas enteras como si fuéramos gigantes con nuestras botas de siete leguas, pero la Gran Muralla nos acaba venciendo. Nuestra vista no la alcanza. Cuando nuestro tiempo se agota, ella continúa arrastrándose, silbando al viento, por encima de las cumbres, y su estela acaba emborronándose en los ojos.

Ciertamente, es una de las maravillas del mundo, aunque no se vea desde el espacio, como dicta una falsa creencia. Pero es majestuosa y mágica, capaz de asustar a los curtidos jinetes mongoles de la estepa, acostumbrados a llanuras sin fin. Debieron sorprenderse mucho ante esta visión; para ellos una tierra cercada por todas partes era sinónimo de pesadilla. Ya lo cantaba el gran Gengis Khan en El libro secreto de los mongoles: “Mirando las estrellas estoy, tengo la tierra por almohada”…

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La ciudad de los números mágicos

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La capital de China es la ciudad de las ciudades. Cuando aterrizamos en Beijing hace dos noches pensábamos que habíamos dejado demasiados días reservados para un solo lugar, pero lo cierto es que Pekín no da tiempo al aburrimiento: la vista se pasea por residencias imperiales, palacios, torres que saludan a golpes de tambor, pagodas, parques majestuosos,hutongs -callejones históricos- que se caen a pedazos y en los que la vida tradicional china palpita en cada esquina, largas avenidas ataviadas con farolillos rojos donde los chinos más acomodados se reúnen a comer marisco picante, rickshawsque se conducen temerariamente, mercados nocturnos donde los vendedores vociferan su mercancía, puestos de verdura y fruta, olores de fritos y especias, humos varios, y un sol sin nubes que reina, perenne, en el cielo de Beijing.

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La primera visita que hacemos no puede ser otra. La Ciudad Prohibida, antigua residencia de emperadores, nos aguarda entre un aluvión de multitudes, así que esperamos al último momento subidos al pabellón más alto del Parque Jingshan, concebido como una barrera de feng shui para proteger el palacio real de los malos espíritus. Desde aquí hay una vista hermosa de Beijing, y mientras nosotros admiramos los tejados rojos de la Ciudad Prohibida, otros visitantes prefieren ocupar su tiempo en rendir culto a la enorme estatua dorada de Buda que hay dentro del pabellón.

Un hombre se acerca y se arrodilla. Comienza a orar dando con su cabeza en el suelo, mientras sus ojos parecen evitar la mirada y la sonrisa petrificada del dios, que no obstante parece satisfecho con la selección de inciensos y frutas frescas con las que se ha adornado su altar.

El tiempo apremia. Bajamos y rodeamos completamente la Ciudad Prohibida -720.000 metros cuadrados- hasta que por fin hallamos la puerta de entrada. Los chinos tienen más interés que nosotros en penetrar los secretos de esta ciudad en miniatura que daba cobijo a 9.000 personas entre sirvientes, guardias, eunucos, concubinas y miembros de la familia real. No en vano ha sido el cerebro desde el que se gobernaba Beijing y que nadie podía ver. Cada noche recorría sus estancias la concubina que designaba el emperador; la muchacha se pasaba horas y horas en los salones de belleza de palacio, preparándose para no decepcionar al monarca. Mientras más veces la eligiera a ella, más alto podría subir en la escala social.

La entrada en la llamada Ciudad Púrpura se castigaba con la muerte, así que era cuestión de tiempo que los chinos se contaran a media voz espeluznantes historias sobre lo que acontecía entre las paredes del palacio: intrigas, traiciones y quizás algún asesinato; habladurías que hicieron dudar al propio Mao Zedong, quien rehusó vivir entre sus maravillosas maderas rojas finamente trabajadas.

Todo en la ciudad fortaleza está pensado al milímetro. No sólo se construyó siguiendo los principios del feng shui, para lo que hubo que levantar, incluso, una montaña artificial, sino que en su arquitectura se encuentra el número 9 por doquier, considerado “mágico”. Las cuatro torres de vigilancia tienen 9 vigas cada una, 18 columnas y 72 maderos, siempre números múltiplos de 9, y que además sumados dan: ¡99!

La falta de datos sobre quién ideó su diseño ha dado lugar a varias leyendas. Unos dicen que la Ciudad Prohibida fue soñada por un monje en el siglo XIV y que éste le cedió sus bocetos al príncipe Yongle, que la construyó en 1406. Mucho más sugerente y evocadora es la leyenda de las cuatro torres, que establece que cuando el emperador construyó la ciudad no existían aún las cuatro torres de vigilancia de las esquinas. Un día el rey soñó con ellas, y al despertar mandó que se construyeran igualitas. Entonces se reunieron en la corte a los mejores artesanos del reino, pero uno a uno iban siendo decapitados, porque no conseguían hacer realidad el sueño del emperador.

Una noche se hallaba reunido el tercer grupo de artesanos, que ya no podía comer ni dormir, pensando que irremediablemente serían los siguientes en morir, cuando se escuchó el ruido fuerte de unas cigarras. Eran tan ruidosas que uno de los artistas, harto después de un rato, salió para ver si podía hacerlas callar. Entonces vio a un anciano que estaba vendiendo saltamontes, y comenzó a discutir con él. “¿Cómo puede una cigarra guardar silencio?”, decía el anciano. Finalmente todos los artesanos, ante tanto barullo, salieron a ver qué pasaba. El viejo entonces aprovechó para levantar la jaula y que todos la vieran: “Señores, ¿no quieren comprar mis cigarras en su hermosa jaula?” Todas las miradas se centraron en la jaula del insecto, que estaba hecha de tallos de sorgo. El techo se dividía en tres plantas, con aleros en sus cuatro lados.

Los artesanos decidieron construir las cuatro torres de vigilancia inspirándose en la jaula, y sorprendentemente el emperador quedó satisfecho. Por eso se dice que el anciano era Lu Ban, el abuelo de todos los carpinteros chinos.

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Pequeños dragones en el río Yulong

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-Bye!, byeee..!

Vamos conduciendo una bicicleta tándem por los caminos de los alrededores de Yangshuo. Los campesinos pasan a nuestro lado guiando a sus vacas y búfalos, nos sonríen, y algunos incluso nos dicen adiós en inglés, que es una palabra que en dos décadas de turismo internacional ya han conseguido aprender.

Por el camino pasamos por arrozales, huertos y pequeñas aldeas en las que las gallinas corretean a sus anchas. Esquivamos a las motos, los carros y las viejecitas que soportan como heroínas los pesados fardos de leña sobre sus hombros. Una de ellas me mira cuando paso a su lado y me detengo a descansar. Se asusta de mi cara colorada, y me hace señas para que compre agua unos metros más allá. Las abuelas siempre tan atentas; son igual de compasivas, como dice la expresión, aquí y en Pekín…

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Hoy nos hemos decantado por alquilar una scooter eléctrica. Con la bici hicimos algo más de 15 kilómetros, pero el pobre cacharro se quejaba tanto con los baches que parecía que iba a pasar a mejor vida en cada asalto. Con suerte, en media hora lograremos ver el río Yulong, al que llaman también “pequeño río Li”. Este recorrido es aún mejor que el de ayer. Nos acompaña la vegetación verde frondosa, y las montañas escarpadas a lo lejos. Cada vez que pasamos por un cruce, los lugareños nos señalan el camino en su idioma imposible. Por suerte sólo tenemos que seguir la dirección de su brazo.

Aquí estamos. La orilla del Yulong, que en chino significa «dragón de jade». Un remanso de paz en el que sólo se escuchan los juegos de unos niños. Paramos la moto y nos acercamos a curiosear. Son dos pequeñas que se divierten chapoteando en el agua. Al vernos, parecen sorprendidas. “Hello!, hello!”, nos gritan. “Nihao!!”

Los padres han salido de la sombra para ver a qué se debe tanto jaleo. También nos sonríen, y como ven que no nos podemos comunicar más, vienen a nuestro encuentro.

La madre y una tercera hermana mayor, que debía tener unos 15 años, han venido a sentarse junto a nosotros bajo la sombra de un enorme árbol. Conversamos, y nos cuentan que han venido de vacaciones a Yangshuo, uno de los destinos preferidos del turismo nacional. Nos preguntan que cuántos días estaremos por China, y cuando le comentamos que en España tenemos un mes de vacaciones, se sorprenden aún más. En este país sólo los estudiantes pasan el verano de asueto; el resto de los mortales debe conformarse con los fines de semana.

Cuando va poniéndose el sol tenemos que despedirnos. Estamos haciendo una ruta circular, y debemos regresar al pueblo antes de que anochezca. También debemos estar atentos a no quedarnos sin batería para la moto. Ellas prometen escribirnos si vienen a España.

Seguimos el curso del río, que como casi todos los accidentes geográficos en China, tiene su leyenda. Dicen que su origen está ligado a un dragón que vino del Mar del Este surcando el cielo y que se enamoró de los paisajes de Yangshuo. Así que replegó sus alas y se enroscó sobre sí mismo, formando los meandros del que ahora es el río. La leyenda aún va más allá, y narra cómo aún algunos campesinos pueden ver todavía a la bestia en las aguas.

Ante nosotros, los únicos dragoncillos que se dejaron ver fueron las dos niñas desvergonzadas que chapoteaban en la balsa de bambú. Curiosas y divertidas, no hacían más que decirnos cosas que no conseguíamos entender. Lo único inteligible eran sus risas, que aún nos acompañaron bastantes metros mientras nuestra scooter levantaba el polvo del camino.

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Hoy es nuestro último día en las tierras de Yangshuo. Por primera vez en los diez días que llevamos en China, llueve. Toda la noche nos ha acompañado el tamborileo de hojalata del aguacero, que esta mañana nos ha dejado ver el paisaje de picos calizos desde otro punto de vista. Ahora el sol debe estar escondido en alguna de las muchas grutas mágicas de esta provincia eminentemente rural. El hormigueo constante de lugareños montando en sus motos eléctricas ha concedido un respiro, y la calle Oeste, siempre llena de turistas atraídos por las tiendas de souvenirs, luces de neón y el amplio surtido gastronómico de sus bares, parece decirnos adiós con una humilde sinfonía de niebla y agua. Hay vendedores que desafían con estoicismo el chaparrón, mientras otros no tienen más remedio que cruzar la ciudad -con la escasa protección de sus motos con paraguas- para abrir un día más sus comercios.

La vida sigue su curso. Nosotros ya hemos hecho las maletas y volvemos una vez más al norte, a Beijing. Un pasito más cerca de casa. 

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