Criaturas del tren

Vamos montados en un tren que une Chicago con Los Ángeles. Nosotros nos bajaremos en Albuquerque, con la idea de alquilar el coche allí y empezar a hacer kilómetros. Sin querer hemos desoído los consejos del puertorriqueño del bloody mary y no lo llevamos contratado. Nuestro ordenador se ha quedado sin batería mientras hacíamos una búsqueda por internet para encontrar el coche perfecto: ¿una motorhome?, ¿una camper?, ¿un mustang descapotable? Yo soñaba con hacer este viaje a lo Thelma & Louise, con el aire caliente del agosto americano dándonos en la cara. O en Harley Davidson, parando en moteles de carretera en los que esperaba ver moteros llenos de tatuajes que nos mirarían como quien mira un reportaje del National Geographic. Pero he fantaseado demasiado, a juzgar por los precios que vemos. Es igual, ahora mi máxima preocupación es encontrar la manera de cargar el ordenador. Si no, no podré seguir con este proyecto.

El transformador que llevábamos para adaptar nuestros gadgets electrónicos a la tensión de 110 voltios de Estados Unidos ha pasado a mejor vida. Un pequeño chispazo y ¡voilà! El enchufe de mi mac sale negro negrísimo, como salido de una cartoon movie de esas que calcinarían por exigencias del guión al pobre coyote o al gato de Tom y Jerry. Esto es una auténtica desgracia para nosotros, puesto que supone prescindir del móvil y del mac, o lo que es lo mismo, decir adiós al mail, las llamadas por skype, los mapas, el libro electrónico, etc.

Aunque finalmente conseguimos comprar uno en Chicago -tras perder toda la mañana y gastarnos 50 $ , menos mal que lo compensamos cenando en modo supervivencia- a mí no me ha resuelto el problema. El mac no carga, así que me resigno a continuar mis notas escribiendo en el cuaderno que he traído desde España, just in case.

***

Llevamos 14 horas viajando en tren. Son las cuatro de la mañana y ya no puedo dormir más, como me ocurre desde que aterrizamos en Estados Unidos. Debe ser jet-lag. Aguanto aún una hora más, envidiando la capacidad de mi compañero para dormir. No puedo ver nada por la ventana y me he intentado acomodar en la butaca de todas las maneras posibles, así que a las cinco enciendo mi luz y continúo escribiendo. Marc se está despertando y con suerte podremos hacer una excursión a la cafetería, ya deben haber abierto. Descorro la cortina y aún me encuentro con otro regalo más: está amaneciendo. Es un amanecer digno de la Metro Goldwyn Mayer; un cielo anaranjado que nos acompaña hasta el Lounge Wagon.

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El trayecto hacia el vagón-salón es, en esencia, un viaje por América. Hay hispanos, negros, jóvenes con rasgos indios, boy-scouts y el estereotipo del bohemio de turno con pinta de dormir en estaciones. No hay ejecutivos: la business class viaja en avión.

En seguida me alegro de haber venido en tren. El Lounge Wagon tiene unas cómodas mesas para escribir y unos amplios ventanales -incluso en el techo- para admirar el paisaje, que ya ha cambiado numerosas veces: desde los cultivos de trigo de Illinois -pasando por bosques, lagos, graneros, caballos, vacas, cerdos- hasta los campos interminables de Kansas. Mientras Marc admira los cultivos transgénicos, los bosques incendiados y los generadores eólicos, yo me extasío mirando cómo va cambiando la luz sobre los campos. Y me acuerdo de Dorothy de El Mago de Oz, que parece que va a salir en cualquier momento de unos de estos graneros abandonados de Kansas.

El tiempo también cambia, como en una película que hacemos avanzar con el mando a distancia. A nuestra espalda, el sol; frente a nosotros, un cielo que amenaza tormenta. Junto a la ventana, los prados verdes se mueven al compás del viento; parece un gigantesco mar verde que nos persigue. Como un tsunami.

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El paisaje se vuelve más árido. Pasamos terrenos llanos y deshabitados. Interminables. Y, en Colorado, el tren se adentra entre montañas y bosques de robles y pinos.

Nos hemos sentado en una mesa detrás de una familia amish. Me quedo maravillada de lo pulcras que llevan sus ropas. Sin una arruga, sin una mancha. La madre y la hija llevan el cabello perfectamente recogido en los graciosos gorritos. El padre y el hijo, unas camisas impecables y los consabidos tirantes. Me miro a mí misma y a Marc. Sucios, despeinados, con cara de cansancio y camisetas arrugadas. “¿De verdad hemos hecho el mismo trayecto desde Chicago?”

Los amish rechazan la tecnología, así que los niños no muestran el menor interés por el adolescente que juega a un videojuego en la mesa de al lado. Se entretienen mirando el paisaje, señalando la ventanilla cada vez que pasamos por alguna granja, leyendo y jugando a las cartas. Así pasamos más de seis horas seguidas en este vagón con vistas panorámicas, viendo cómo cambian nuestros compañeros de viaje en las mesas circundantes. Sólo permanecemos los amish y nosotros. Ellos no nos hablan; ya tienen bastante con su mundo. Pero la mujer de vez en cuando me dedica una sonrisa, y con eso me conformo.

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El primer taxista español de Chicago

Chicago es una ciudad ordenada, bastante limpia, asaltada a menudo por parques urbanos y grandes esculturas de arte en la calle, incluso instalaciones artísticas. Desde el punto de vista arquitectónico, lo mismo puedes encontrar un enorme rascacielos coronado por una catedral gótica o una mezquita que una torre -Tribune Tower- construida a base de ladrillos y otros elementos expoliados en todas partes del mundo: una piedra del Taj Mahal, un capitel romano, un ladrillo de Notre Dame… Todo es posible a golpe de talonario.

Para descansar de tanta barbarie, acompañados por el estruendo que produce el El, el tren elevado que cruza el Loop, decidimos comer en el restaurante preferido de otro célebre chicagoan junto con Al Capone: Barack Obama. Sin embargo, como suele ocurrir en los viajes, por el camino nos tropezamos con otro local italiano que nos pareció más barato, más auténtico y, lo más importante, más próximo. Entramos y nos conducen a una mesita pequeña con el mantel a cuadros rojos y blancos que me hace recordar el viaje a la Toscana. Mientras me traen mi pizza, curioseo los discos disponibles en la juke box -la máquina de música-. Tienen canciones de Sinatra, Elvis y Santana, entre otros. Un viejo pasa a mi lado cojeando y me pide permiso para apoyarse en mi brazo.

Comemos tranquilamente, prácticamente solos, mientras me fijo en las fotos colgadas en las paredes. No conozco a nadie.

Cuando salimos, Marc se distrae haciendo fotos para recordar el nombre del restaurante y se aleja un poco; yo curioseo un poco más el escaparate del bar, y en ese momento, sale una camarera a toda prisa. Se dirige a mí porque es a quien ve. “El hombre de dentro dice que entréis un momento”, creo que me dice. Dudo un segundo. Miro a Marc, que está demasiado lejos para que lo avise, y decido entrar sola. Total, si es un momento…

Sentado junto a la pared de fotografías descubro al viejo que pasó con el bastón junto a la máquina de música. “¿Sois españoles?” “Sí”, respondo. Me embarga el nerviosismo porque sé que se avecina otra conversación en inglés con mi oreja de madera como única ayuda. Instintivamente, miro a la puerta: ¿dónde está Marc?

El viejo me conduce a una foto enmarcada en la pared. Aparece él mismo con bastantes años menos junto a otro hombre. Están agarrados pasando sus brazos por el hombro del otro, y posan sonrientes. Me explica que era un amigo suyo, procedente de España, que ya ha fallecido. Fue el primer taxista español de Chicago. “A very good man”, dice, cargado de nostalgia. “Gran luchador, sensato y trabajador”. Charlamos un poco más de nuestro viaje, y tras unos cuantos consejos -“no os acerquéis a los barrios de negros, no son seguros”- me despido de él porque ya empiezo a dudar de si Marc sabrá dónde me encuentro.

Fuera, de nuevo el aire pesado y pegajoso de la tarde de Chicago. Marc me ve salir; no se inmuta. Creo que no ha notado mi ausencia… Suspiro para mis adentros y cuando llego a su altura comienzo a relatarle la historia del hombre del restaurante. Así hacemos tiempo mientras exploramos los alrededores del lago Michigan.

***

Se nos hace tarde. Tenemos que volver al motel, que está in the middle of nowhere, como dicen aquí. Cogemos el tren hasta la parada más cercana, y cuando ya nos disponemos a desconectar los sistemas para echar una cabezada, emerge del asiento de delante una cabecita. “Hi. Do you need any help?”

Un hombre joven con cara simpática nos mira, curioso, señalando el mapa que tenemos en la mano. En seguida comenzamos una conversación; nosotros estamos predispuestos y Greg, nuestro nuevo compañero de viaje, ansioso por descubrir algo más de nosotros. Cuando le explicamos nuestro propósito, Greg comienza a hacer aspavientos y a bromear preguntando que quién de los dos es el rico; en seguida lo sacamos del error cuando le informamos que nos alojamos en un motel por el que pagamos 49$ -unos 45 euros- en una de las ciudades más caras de Estados Unidos. Más interesado todavía, nos pregunta cuál es nuestro próximo destino después de Chicago. “Albuquerque”, contestamos. Para nuestra sorpresa, Greg estalla en sonoras carcajadas. “Really? Why Albuquerque? It’s in the middle of nowhere…”

Otra vez esa expresión. Marc y yo nos miramos, sin saber qué decir. Cuando consigue sobreponerse a su ataque histérico de risa, indaga más. “And by train?” Greg ríe cada vez con más fuerza. “Why don’t you go by plane?” Le explicamos que nos perderíamos el paisaje, pero no parece comprender el aliciente del viaje en sí mismo. En fin, lo dejamos por imposible. Optamos por reírnos con él, y así vamos matando el tiempo hasta que el tren se detiene en Wood Dale. Es nuestra parada, pero ahora no podemos despedirnos de Greg. Hace tiempo que ha desaparecido de su asiento, de la misma manera brusca y repentina que había aparecido 45 minutos antes.

***

Son las diez de la noche en la estación de Wood Dale y ya no hay ni un alma. El tren emite su característico pitido de despedida, y tras el estruendo de su marcha, todo vuelve a quedar en silencio. Es noche cerrada, y aún nos quedan seis kilómetros hasta el motel, pero ya no hay trenes ni autobuses que hagan el recorrido. Sugiero llamar a un taxi, pero desconocemos el teléfono. Marc parece meditar mientras observa cómo el único viajero que se ha bajado del tren con nosotros se marcha en una furgoneta blanca. “¡Le podríamos haber preguntado!”, pienso. Me dirijo a la estación para pedir que alguien nos llame a un taxi, pero está cerrada hasta las cinco de la mañana. Ya me veo durmiendo en un banco.

Un poco angustiada, regreso al lado de Marc, que ha descubierto una vieja cabina telefónica con una pegatina anunciando un servicio de taxi. Intentamos llamar con los dólares que nos quedan, pero es inútil. La operadora dice que hay que marcar un prefijo, o quizás es lo contrario, que no hay que marcarlo. Probamos de todas las maneras posibles hasta que nos damos por vencidos. ¿Cómo puede ser tan difícil? Quizás los móviles de tercera generación nos han convertido en auténticos analfabetos para cualquier tipo de comunicación más analógica.

Lo que me temía. Tenemos que ir andando. No me importa la distancia, ni que llevemos todo el día pateando la ciudad cubiertos de una capa pegajosa de sudor, arrastrando una mochila que en alguna ocasión ha estado a punto de tirarme de espaldas por el contrapeso. Lo que verdaderamente me inquieta es que el trayecto implica caminar en medio de una densa oscuridad, confiando -eso sí, por suerte- en los mapas de Estados Unidos que nos hemos descargado para el móvil. Un poco más animada porque Marc no ha cumplido su amenaza -“Si metes tantos libros en la mochila te encargas tú de llevarla”- y se ofrece a transportarla él, abro la marcha para asegurarme de que no me quedo rezagada.

Camino deprisa, no sé de dónde saco las fuerzas, quizás del miedo. Mientras atravesamos urbanizaciones solitarias sin alumbrado eléctrico -solamente tenemos para guiarnos la luz de la luna-, escudriño las ventanas -con banderita de Estados Unidos incorporada- por si algún yankee nos apunta con su rifle. Sé que suena irracional, pero tenemos la sensación de que nadie pasa por aquí caminando, a juzgar por la disposición de las casas, totalmente abiertas, sin setos, sin vallas, sin cortinas ni estores en las ventanas, por las que vemos a sus moradores sentados en el salón de casa, con la luz encendida y el torso desnudo. Siento que invado su propiedad privada.

No hablamos. Nos concentramos en llegar pronto a la carretera, donde mi angustia crece al comprobar que se acaba la acera y tenemos que ir por un arcén pequeñito, a oscuras y sin chaleco reflectante. Ya hace tiempo que hemos dejado atrás las últimas casas. Ahora la carretera bordea un bosque que queda a nuestra izquierda. Sale un animalillo de la espesura, nos mira fijamente y luego desaparece. Marc dice que es un gato. Yo digo que es un zorrillo.

De vez en cuando miro atrás y veo a Marc que consulta el mapa. Rezo para que no le falle su sentido de la orientación, y me encomiendo a la Holy Bible que la organización del hotel nos ha dejado tan amablemente en la mesilla de noche, mientras me vienen a la mente las risas de mi hermana cuando le explicamos el viaje que queríamos hacer. “¿A quién quieres engañar? Marisa, ¡¡que tú no eres mochilera!!”, yo me empeño en que sí, y ella venga a decir que no. Ahora este recuerdo me asalta como una cruel venganza del destino. “Al final va a tener razón”, pienso, mientras me deslumbran de nuevo los faros de un coche que pasa a toda velocidad. Cada vez que esto ocurre corremos a desplazarnos a la izquierda, caminando por el bosque, porque no nos fiamos del estrecho arcén de asfalto ni de la destreza al volante de los americanos. No nos ven hasta que no nos tienen encima, y ya se sabe que más peligroso que los bichos del bosque puede ser un conductor asustado.

Por fin la carretera llega a la altura de la autopista. Pasamos por debajo de ella, mientras sobre nuestras cabezas los motores rugen como haciendo alarde de potencia. Justo cuando las piernas me empiezan a fallar -se me ha instalado un dolor agudo en los tobillos y los riñones-, Marc proclama que el motel está delante. Levanto la cabeza y veo las luces de neón parpadeando, anunciando el final de la función.

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Gangster’s paradise

Hasta hace unos días, antes de plantar los pies por primera vez en la ciudad, Chicago me evocaba, fundamentalmente, dos cosas: el mundo de los gángsters, con el que he tenido escalografiantes experiencias gracias al cine, y una persona en concreto: Charlie.

Cuando Marc y yo hicimos nuestro primer viaje largo juntos -a Egipto, durante el verano de 2004-, conocimos a un americano peculiar. Infiltrado en nuestro grupo de españoles, Charlie me contó durante el vuelo de Asuán a El Cairo que el propósito de su vida era viajar. Había nacido en Chicago en el seno de una buena familia; había conseguido un buen trabajo y ahorrar algún dinero, pero lo había invertido todo -piso, muebles, ropa, objetos personales- para dilapidar su pequeña fortuna en viajes. Así había venido a España, donde después de haber vivido un tiempo en Barcelona había decidido embarcarse de nuevo en un avión para conocer Egipto. Me dejó fascinada. Y más aún cuando, tras preguntarme él que cuándo había nacido y responderle que el 20 de septiembre, vi que abría los ojos como platos y me decía que él también. El mismo día del mismo año, los dos estábamos naciendo prácticamente a la misma hora, cada uno en una punta del globo. Como en el guión de otra película Amélie.

Tras un tiempo intercambiando e-mails en los que Charlie me iba contando sus peripecias, le perdí la pista tras su viaje a Malta. En su último e-mail decía que pensaba volverse a su país, y a partir de ahí, silencio. Un silencio que dura todos estos años.

Chicago me tenía reservadas dos pequeñas decepciones: una, ni huella de Charlie. No sé qué esperaba, quizás encontrarlo casualmente doblando una esquina, y que luego no nos conociera, y que yo le explicara, y ver que poco a poco le venía todo a la mente y se alegraba de veras, y por último intercambiar las direcciones correctas de correo electrónico para perder otra vez -y definitivamente- el contacto, un final sentenciado cuando hay tantos quilómetros de por medio y tan pocas posibilidades de alimentar la amistad -construida en poco más de una hora de vuelo con mi escaso inglés- con algún encuentro más.

Esto pensaba mientras dábamos vueltas por el Loop, la zona de los grandes rascacielos de la ciudad. Un final sentenciado. Como en las películas de gángsters, a las que automáticamente me enfrento haciéndome la idea de que el protagonista puede morir. Ser gángster es un oficio arriesgado, ya se sabe, por lo que a los 15, 30 ó 45 minutos de película, cuando ya me he encariñado con el personaje, me repito a mí misma que este tipo de películas no puede acabar bien.

Hablando de género negro. La otra decepción ha sido no poder seguir la huella del pasado gangsteriano de la ciudad. Para cuando encontré este recorrido temático por Chicago, ya nos teníamos que marchar. Quizás a la vuelta.

De momento, lo más mafioso que vivimos fue la conversación de un mexicano en el tren a Downtown. Joven y bastante feo y desaliñado, se sentó en el asiento de delante de nosotros sin ni siquiera vernos. Le suena el teléfono y es un amigo paisano.

-No…Sí…(…) Pues lo que tienes que hacer es para que no te agarren es cambiarte el nombre… Sí… Si te ofrecen trabajo en el restaurante, no digas que te llamas Roberto. Pongamos, por ejemplo, José Romualdo…¿Mande? Sí, así el sistema no sabrá que ya has sido deportado. Otra opción sería que te casaras con alguna de aquí (…) Yo conozco a una abogada de inmigración, déjame que le consulte, que de todas formas la tengo que telefonear para un asunto de mi sobrino.

Y así durante la media hora de trayecto. Marc y yo no hablamos o lo hacemos en voz muy baja, como para no interrumpir este golpe de realidad que, por otra parte, explica tan naturalmente el individuo de delante mientras de vez en cuando bebe un sorbo de su fanta naranja. El tipo no me gusta. Tiene facciones duras en el rostro y churretea la botella. Es lo más parecido a un gángster hispano… por ahora.

Arañas gigantes en el puente de hierro de Chicago

Skyline en Chicago

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USA sobre ruedas

Como siempre antes de un viaje, el día previo lo pasé alegremente nerviosa, apurando las últimas horas con preparativos y aún así yéndome a la cama -sabiendo que no podría dormir- tan sólo con un billete de avión ida y vuelta y una reserva de dos noches de hotel.

El año pasado en Nueva York comenzamos de forma idéntica el viaje y con excelentes resultados, aunque ahora tenemos 28 días por delante y un ambicioso objetivo: recorrer USA de este a oeste, a ser posible siguiendo la mítica carretera madre de Estados Unidos: la ruta 66.

El vuelo transcurrió sin novedad. Como siempre cuando nos toca en un asiento de 3 plazas en el centro del avión, elijo la butaca del medio, en parte para permitir a mi alto acompañante que pueda estirar las piernas y en parte con la esperanza de entablar alguna rápida conversación con la persona anónima de al lado. Me encanta esa sensación. Primero escojo un objetivo. Lo observo a hurtadillas durante un rato y, al mismo tiempo, le voy escribiendo mentalmente su historia, en un ejercicio imaginativo que practico a menudo en cualquier medio de transporte en el que me encuentre. En este caso, me tocó compartir el antebrazo de mi asiento con un puertorriqueño de mediana edad afincado en Miami que viajaba con su madre y su hijo adolescente. Venían de Puigcerdà de practicar ciclismo. Me fijé en que pedía un bloody mary, así que cuando el personal de cabina me preguntó que qué quería beber, contesté sin dudarlo: “the same”. Así probé mi primer bloody mary mix, y con ese regusto picante en la boca, saboreando el zumo de tomate y el toque exótico de las especias, la cebolla y el ajo, comenzamos a hablar de las posibilidades que se nos abrían a Marc y a mí con este viaje. “Es bárbaro que tengan tanto tiempo”, concedió el puertorriqueño, que ahora ya se había pasado al vino. “No dejen de visitar Santa Bárbara, San Francisco ni el Yosemite Park”. Así lo haremos.

……

El JFK nos recibió con lluvia y relámpagos. Nada ha cambiado en un año. Las mismas colas, el mismo vídeo de bienvenida, las huellas dactilares en la aduana mientras escruto algún atisbo de sonrisa en la agente negra que nos saca la foto. Nada.

Salimos del aeropuerto para coger la lanzadera que nos dejaría en el aeropuerto de La Guardia. En la calle la emoción me embarga de nuevo: redescubro Nueva York en la larguísima hilera de impecables taxis amarillos que nos tientan a volver a Manhattan. Bajo la lluvia fina, nos envuelven las estridentes risas de dos jóvenes negras que sacuden sus largas trencitas al caminar, mientras se cruzan con un oriental vestido de frac que arrastra un maletín sospechoso. En la misma cola de los que esperamos el bus cuento media docena de nacionalidades diferentes.

-¿No te gustaría quedarte en Nueva York, ahora que ya la conocemos? Por el gusto de volver…-le pregunto a mi compañero de viaje en un impulso. Marc me dedica una sonrisa condescendiente y no me contesta. Parece pensar: “No seas peliculera”.

No importa, porque ahora, justo en este preciso momento, he tenido la certeza de que realmente comenzaba la aventura para nosotros.

 

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